Mi primo Manolo se ha muerto. Ayer.
Se murió de una enfermedad mala. Aunque todas lo son cuando empujan de esa manera.
Hacía mucho que no lo veía y no sé por qué me ha jodido tanto que se haya muerto. Porque me ha jodido mucho. Pero mucho.
Era familia, claro, y por eso tendría que haberme jodido, pero creo que es otra cosa. Algo que no termino de definir.
Era mayor que yo y, por eso, tampoco fue mi compañero de juegos como su hermano Pascual. Éramos muchos primos y nosotros, Pascual y yo, estábamos en esa franja tontorrona en la que no se es el mayor ni el más pequeño.
Me acuerdo de Manolo, hace décadas de esto, en el chalet, vestido de fiesta. Seguramente no pasaría entonces de ser poco más que un adolescente, pero me viene a la cabeza que yo pensaba que era mayor. Mayor con mayúsculas. Y eso que tampoco él era el mayor de sus hermanos.
Lo que sí sé es que siempre lo he tenido por el más franco, el más directo, el más vivo. Posiblemente haya sido de todos el más maltratado por la vida, pero creo que era también el más optimista. Con poco más de treinta años, pasaba a ver a mis padres y se reía a veces de su propia mala suerte. Seguramente, como todo el mundo, no fuese el mejor en nada y estaría cargado con dos espuertas de defectos, pero la imagen que tengo de él es la de alguien que despertaba simpatía, de alguien vital a pesar de los reveses.
Perdona, Manolo, estas líneas. Pocas y apresuradas, es verdad. Ni siquiera sé por qué las he escrito, pero es que me ha jodido tu muerte.
¡Joder, Manolo! No tenías que haberte muerto aún.
Manuel V. Segarra Mayo de 2010