A ratos sale el Sol en la plaza de los aligustres y los ilumina de amarillo otoñal aunque es invierno en decadencia. Pero sólo a ratos. El día es gris y está cargado de tópicos, lo mismo que la plaza.
Antes era más de pueblo, más sencilla y entrañable. Ahora, cosas del paso del tiempo y de la nueva imagen, se ha vuelto más dura y más fría. Hay quien dice que está mejor así. Cuestión de gustos. Quizá haya alguien que aún recuerde la calidez de no hace tanto.
Regreso a la plaza de los aligustres como aquella primera vez, pero no es lo mismo. Casi no nos reconocemos. No es lo mismo, no.
Un día fui pensando que era Ítaca, que estaba allí al fin Penélope después de tanto tiempo. Ella recogía hojas secas para que sirviesen de lecho a las cartas que le mandaba y me enseñaba templos nuevos y templos viejos, granadas abiertas, columnas de piedra y espigas de trigo gastadas por el viento y la lluvia de siglos. Días amarillos de finales de verano. Había llegado el momento de desear que el tiempo se parase.
Sopla el viento entre los aligustres, agita las ramas y caen hojas aunque no es otoño. O tal vez sí lo es desde hace tiempo.
Como todas las plazas, está llena de tópicos a la sombra de la espadaña de la iglesia. Encuentros alegres y despedidas amargas. O encuentros amargos y despedidas felices, que a veces se confunden.
Un día volví para encontrar cíclopes de dos ojos, titanes, quimeras. Quise quedarme, luchar hasta el último extremo, pero ya era tarde.
Camino entre los aligustres que ya no lo son o que no lo fueron nunca. Ya no hay nadie recogiendo hojas. Ni siquiera Penélope. Y recuerdo la plaza de antes y me doy cuenta de que el tiempo agrieta, desgasta, endurece.
El viento arrecia un poco y parece que toda la plaza se mueve.
Y pienso en este otoño continuo y en desplegar las velas antes de que llegue el invierno definitivo.
Manuel V. Segarra. Febrero 2010
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