viernes, 19 de marzo de 2010

Epílogos I



Alborea.
Asciende el Sol lentamente, con la parsimonia de un dios. Es, en realidad un dios.
Con esta alborada toca a su fin la noche más gloriosa para nosotros, los griegos, y la más larga y sangrienta para los troyanos.
Aún arde la ciudad en algunos puntos, pero ya, en su mayor parte, es sólo un amasijo informe de ceniza, piedra y sangre. Aún se escuchan algunas voces; quejidos y lamentos en nada parecidos a los gritos angustiosos o airados de la noche pasada.
A mi lado, tendido en el suelo, está Kalias dormitando su borrachera de vino y sangre. Filias está sentado frente a mí y mira en dirección al mar. De vez en cuando gira la cabeza esperando ver aparecer a los jefes. Alguien ha dicho que están en lo que queda del templo de Apolo haciendo ofrendas. Casandra, la sacerdotisa troyana que había adivinado la derrota, fue violada anoche sobre el altar. Fue Ayax. Dijo que amaba a Casandra, pero es lo mismo. Los griegos quieren que Apolo perdone ese crimen.
Todos bebimos, violamos y matamos anoche.


Durante diez años fuimos guerreros y la última noche, la noche de la victoria, dejamos de serlo.
Sólo unos pocos mantuvieron una postura digna de helenos libres y civilizados. Hubo quien intentó, en vano, claro, impedir alguna muerte. Nos burlamos de ellos mientras degollábamos, mientras rasgábamos ropa y carne. Ahora no tienen derecho a botín.
Yo no fui uno de ellos. He perdido la cuenta de los que maté anoche, pero fueron más que en los diez años de guerra. Yo sí tengo botín y estoy saciado.
Hace un rato alguien ha dicho que Menelao de Esparta fue en persona a matar a Helena. Al fin y al cabo, ella hizo de Menelao un rey cornudo y fue la causa de la guerra. Él mismo había anunciado solemnemente que lo haría. Pero dicen que cambió de opinión cuando Helena, refugiada en el templo de Afrodita, se desvistió a medias y le mostró un seno. Eso es decir mucho de las tetas de Helena y muy poco de la palabra de Menelao.
Los guerreros no sentíamos demasiado respeto por ella. Al principio creímos de verdad que había sido raptada y acudimos a rescatarla ansiosos de gloria y botín. Toya sería nuestra, liberaríamos a la esposa del rey y regresaríamos ricos. Pero al cabo de diez años habían sido muchas las oportunidades que tuvo para escapar y no lo hizo.
Seguimos luchando, pero ya no sabíamos por qué. Para destruir la ciudad, supongo. Todos los días iguales durante diez años. No creímos nunca que aquello fuese a durar tanto. Diez años.
Miro hacia la costa y recuerdo perfectamente el brío con el que salté de la nave y cómo, con el agua hasta la cintura, empujaba con todas mis fuerzas hasta que quedó bien varada en la playa. Los ojos eran jóvenes y todo parecía nuevo, distinto a cuanto habíamos visto. Me sentía orgulloso de mí mismo y, sin disimulo, me recreaba en mi propia imagen reflejada en el bronce pulido del escudo. Aún no había entrado en combate, pero sentía que pronto me cubriría de gloria. Estaba seguro de que hasta el rey Menelao, e incluso el poderoso Agamenón de Micenas y puede que hasta el propio Aquiles, se fijarían en mi valor.
Pero mi valor fue idéntico al de cientos, Aquiles murió como un idiota, Menelao ya no era tan respetado como antes y Agamenón resultó ser un charlatán que, cada invierno nos decía que sería el último ante los muros de Troya. “La próxima primavera entraremos en Troya. En verano estaremos de regreso en Grecia”.
Pero la ciudad resistía. Resistía siempre. Cada vez que estaba a punto de caer acudía alguien en su ayuda. Los dárdanos de Eneas, los frigios, las amazonas de Pentesilea. ¡Troya de mierda! Ya importaba bien poco la razón que nos había llevado hasta allí. Había que destruirla.
Un día mataron a Aquiles. Fue Paris, el supuesto raptor de Helena, quien le causó la muerte de un flechazo en el talón. Era la única parte que no protegía la coraza del gran héroe. Corrió el rumor de que esa era el único punto vulnerable. ¡Claro que lo era! Su coraza llegaba hasta los tobillos. Cayó de espaldas y se rompió el cuello.
Todos, Agamenón y Menelao los primeros, simulamos un dolor que no sentíamos. Con sus manías y caprichos, Aquiles nos había jodido tanto como los propios troyanos.
Había visto morir a tantos de mis compañeros que no sentía nada especial por el gran héroe caído. Un muerto más.
Locris me mira y no sé si me ve. Anoche estaba sentada en las escalinatas de la casa de Príamo. Incapaz de moverse, miraba aterrada cómo las llamas consumían la ciudad y cómo la gente corría desesperada tratando de escapar de nosotros. No hizo intención de defenderse cuando la arrastré hasta detrás de las columnas. Ni siquiera gritó. Se mordía el puño mientras me miraba con ojos de espanto.
Ni siquiera me fijé en si era hermosa o no. Con el éxtasis brutal de la victoria, la sangre y el fuego, sólo vi a una troyana que, a partir de ese momento era de mi propiedad.
Fue la causa de una pelea entre Kalias y yo. Él también quería violarla hasta quedar saciado, pero, aún me pregunto por qué, me negué. Kalias se enfureció tanto que llegó a amenazarme con la espada. Él había matado a más de tres docenas de troyanos. Tenía derecho y quería a la troyana. No.
Filias evitó la pelea. Se colocó entre los dos y Kalias se marchó solo. Volvió al cabo de un rato, tan borracho y tan sucio de sangre como todos. De su cinturón llevaba colgando la cabeza de un troyano. Se reía como un bobo y repetía que había perdido la cuenta.
Al principio nos hizo gracia la cabeza y jugamos con ella. Le dimos patadas y nos la lanzamos de uno a otro. Pero pronto nos aburrió. Ahí está, destrozada y llena de moscas. Por lo menos sirvió para que el imbécil de Kalias y yo nos reconciliásemos.
De la lochia original sólo quedamos nosotros tres. Los otros cincuenta y siete han ido muriendo y siendo reemplazados. Filias decía anoche que era absurdo que dos compañeros de armas de tantos años se peleasen por una jodida troyana. Las había a docenas. Si, pero esa era de mi propiedad.
Mientras, ella trataba de cubrirse el cuerpo con los jirones de lo que antes había sido su ropa. “Las hay a docenas, Kalias, pero esa es mía”.
Viene el rey Menelao seguido de Helena. Por lo visto, han terminado los sacrificios. Trato de adivinar qué tienen de divino las tetas de la reina. Les siguen algunos guerreros. Kalias y Filias se alzan y se yerguen con orgullo. Para mi sorpresa, Locris se alza también y se inclina respetuosamente.
Menelao lleva la misma armadura con la que salió de Esparta. Tiene otras, pero ha querido vestir ese trozo de metal abollado, el Telmo de colmillos de jabalí y la túnica de lana, tan descolorida y sucia que apenas se advierten los tonos originales. Dicen que se ha vestido así para que Helena lo reconociese. También dicen que lo ha hecho para que ella advirtiese lo mucho que había sufrido para recuperarla. Como si Helena no nos hubiese visto desangrarnos durante diez años.
El rey está de mal humor. Pisa con fuerza y mira con el ceño fruncido. Sonrío a ver que en el rostro de Helena hay preocupación. Sabe que aún no está a salvo del todo.
Menelao luchó en combate singular contra Paris por la posesión de Helena. Fue al principio de la guerra. Allí estaban los dos, con ambos ejércitos de espectadores y con las murallas de Troya cuajadas de gente viendo la lucha. Menelao venció, claro. Aquel mierdecilla de rizos rubios no tenía nada que hacer frente al rey de Esparta. Pero un troyano hirió a Menelao de un flechazo y Paris, cagado de miedo, corrió a refugiarse entre sus compañeros. Aquello nos enfureció. Nadie nos lo ordenó, pero cerramos contra los troyanos ciegos de rabia. No era justo. Menelao había vencido, Helena era suya y nosotros podíamos regresar a Grecia. Casi lo logramos ese día.
Locris vuelve a mirarme. Se pregunta qué va a pasar. Ya se ha despedido de su mundo.
Agamenón llega corriendo y gritando que aún es el jefe del ejército combinado griego. Ordena una reunión de jefes en la playa. Eneas ha escapado y hay que capturarlo.
Menelao se detiene, muestra un gesto de hastío y sentencia que la guerra ha terminado.
Agamenón se para frente a él, magnífico dentro de su armadura brillante. Parece un dios. Menelao, con sus andrajos, cualquier cosa menos un rey.
Vienen más jefes. Hay caras hoscas y gestos agrios. Caída Troya, la unión entre los griegos comienza a resquebrajarse.
Dos guerreros traen a Casandra.
Agamenón se la ha adjudicado como esclava. Ayax, desde atrás, mira al suelo con rabia. Sería irónico que ahora empezásemos a matarnos entre nosotros.
Locris corre hacia Casandra y se abrazan, pero los guerreros las separan violentamente.
La tensión es tanta que hasta yo mismo llevo la mano hasta la espada.
“Hay que coger a Eneas”, insiste Agamenón.
“Pues ve tú a cogerlo”.
Esa voz seca y metálica es de Odiseo. ¡Maldito enano cabrón! Estamos aquí por su culpa. A él se le ocurrió la gran idea de la unión de los griegos para recuperar a Helena.
Casi nadie siente aprecio por él. Más que un guerrero es un charlatán.
Hace tiempo corrió el rumor de que él y Diomedes entraron en Troya para robar el Paladio. Así, según las profecías, la ciudad caería fácilmente. Lo del Paladio es cierto porque yo mismo lo he visto en varias ocasiones. El rumor era otro. Se decía que Odiseo había logrado entrar hasta las habitaciones de Helena y se había acostado con ella. Él lo negó siempre. Yo tampoco lo creo. Admito que es astuto, pero de ahí a meterse en la cama de Helena… Menelao tampoco quiso creerlo. Ni siquiera quiso que Odiseo jurase delante de los dioses. Claro que todos sabemos que Odiseo se caga en los juramentos cuando no le interesan. Bien pensado, sería hasta gracioso que ese cabrón nos hubiese traído a Troya para lavar los cuernos de Menelao y luego fuese él mismo quien se los hiciese más grandes.
Pero era astuto. Lo del Paladio fue una patraña porque Troya siguió resistiendo. Entonces a Odiseo se le ocurrió lo del caballo. A casi nadie le gustó la idea. Hacía falta mucho estómago para meterse en aquel engendro de madera. Demasiadas horas allí dentro sin poder hacer otra cosa que esperar. Por lo que han dicho, ni siquiera podían mear. Cualquier cosa podía descubrirlos y los troyanos no iban a ser demasiado clementes.
Pero los troyanos estaban tan contentos pensando que nos habíamos marchado que no quisieron ver nada más.
Anoche no hubo batalla. Fue, sencillamente, una matanza.
Menelao se vuelve hacia mí y dice.
“De los viejos, ¿verdad?”
“Desde el primer día”, respondo.
“¿Tu nombre?”
“Protesilao”
El rey asiente como si recordase mi nombre y ordena:
“Protesilao, reúne a los hombres y que se preparen. Nos vamos”.
Se marcha Menelao seguido de Helena. Filias y Kalias me felicitan. El rey me ha reconocido.
Locris me mira una vez más y no sabe qué hacer. Voy hacia ella y la cojo del brazo. Apenas un roce. Me doy cuenta de que estoy siendo tan delicado que hasta ella se asombra. Le digo que me siga y asiente. Mis compañeros van detrás.
Regresamos a Esparta.

Manuel V. Segarra 1990-2010

2 comentarios:

  1. Si pinchas en mi nombre verás mi blog. Un beso.

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  2. http://segarraescribe.blogspot.com
    Ese es mi blog. Ya me leeré tus entradas más a menudo.

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