viernes, 19 de marzo de 2010

Epílogos II


A Casandra no le gustaba aquel maldito caballo.
Trataba de evitar por todos los medios que lo introdujesen en la ciudad. Rogó, lloró amenazó y suplicó. En vano.
Ya no había griegos en la playa. Se habían marchado al fin. Después de diez años de guerra, los troyanos comenzamos a respirar de nuevo. Incluso yo, que entendía que lo lógico era vivir en guerra, me sentí aliviada. No recordaba otra cosa. Era una niña cuando llegaron las naves negras y comenzaron a vomitar guerreros.
A pesar de las súplicas de Casandra, el monstruoso caballo fue introducido en la ciudad. No cabía y, a instancias de Helena, se derribó la parte superior de la puerta para que pudiese pasar. Helena y Casandra se odiaban. Muchos pensaron que si una insistía era porque la otra se negaba. Fuese lo que fuese, el caballo supuso el final.
No soy capaz de recordar exactamente qué ocurrió. De repente apareció ante mí una especie de gigante ensangrentado que tosía y escupía continuamente. Sentí tal terror que no pude moverme.


La ciudad ardía. Los griegos, aquellos griegos a los que nos habían enseñado a odiar, se comportaban tal como nos habían dicho. Mataban a todo el que encontraban. Incluso el rey Priamo, tan viejo que era casi incapaz de moverse sin ayuda, fue degollado. Dicen que fue la misma Helena quien guió a los guerreros que lo mataron. Por lo visto, la hermosa entre las hermosas quería hacerse perdonar.
Helena se lamentaba a menudo. La guerra le resultaba incómoda. Decían que los griegos habían venido a rescatarla. Pero también hay quien asegura que fue ella la que abandonó a Menelao para venir babeando detrás del príncipe Paris.
Eneas negaba que la guerra fuese por causa de la hermosa. Los griegos nos odiaban porque nuestros barcos dominaban el estrecho de los dárdanos y les hacíamos pagar un tributo por atravesarlo. Si no hubiese sido por Helena, habrían venido con cualquier otra excusa. Tenían que destruir Troya.
El gigante me arrastró hasta una columna y me violó. Estaba tan aterrada que ni siquiera podía gritar. Vino otro y comenzaron a discutir.
Yo amaba a Teucro y quería ser como Casandra. Pero Teucro murió esa noche y a Casandra la violó un griego en el mismo templo y acabó como esclava de Agamenón.
Protesilao no resultó un mal amo. Después de esa noche quería mostrarse amable. A mí todo me daba igual. Sólo quería que no me hiciesen daño.
Recuerdo el día que llegó Pentesilea al frente de sus amazonas. Poco antes habían llegado los frigios y Troya bullía de guerreros.
Pero las amazonas se marcharon poco después y los frigios fueron derrotados a orillas del Escamandro. Nos quedamos solos de nuevo. Aún no sé cómo pudimos resistir tanto tiempo.
Tal vez, pasados los primeros momentos, Helena quisiese volver con los suyos. Era muy poco apreciada, pero Paris no se separaba de ella. Muchos troyanos querían que se marchase. Decían que ayudaba a los griegos, que les hacía señales desde las murallas. No creo que sea cierto, pero yo la odiaba. Quizá fuese porque también Casandra odiaba a Helena y yo admiraba a Casandra.
Odiaba a mucha gente. A los griegos por haber traído la guerra, a las amazonas porque se habían marchado, a los frigios porque se dejaron derrotar, a Menelao por haberse dejado arrebatar a Helena y a Helena por… Creo que porque era muy hermosa.
Con el tiempo, todos esos odios parecen mezquinos. Sin embargo hay un hombre al que nunca perdonaré. Ni siquiera era valiente o fuerte. Era pequeño, delgado y seco como una cepa y su mente debía estar igual de retorcida. Era Odiseo. Suya fue la idea del caballo que terminó con Troya.
Y todavía pretendía ser generoso. Me trajo un manto viejo para que me cubriese. Me miraba con burla y me decía que entendía mi odio, pero “quiero regresar de una vez y encontrarme con Penélope”. Le odié más que nunca, le maldije y le deseé todas las desdichas. Luego he sabido que tardó otros diez años en regresar.
Pensaba que ya no sentía nada, que, después del tiempo que ha pasado, Odiseo sólo debía ser un viejo inservible. Pero cada vez que recuerdo el maldito caballo el odio vuelve con toda la fuerza.
Protesilao también está viejo. La mañana después de la última noche ya no me parecía un gigante. Se sentía avergonzado de que hubiese sido Odiseo y no él quien me dio algo para cubrirme. A veces pienso que mi suerte no fue tan mala. Protesilao, aunque igual de bárbaro que todos los demás, no me ha maltratado. Incluso diría que, a su manera tosca, ha estado disculpándose todos estos años. Aquella noche tosía y escupía mientras me arrastraba detrás de las columnas, me llamaba “sucia troyana” y me amenazaba con matarme. Luego no quiso que nadie se me acercara. Llegó a defenderme incluso de uno de sus amigos, de ese tal Kalias que no hace mucho murió ahogado en su propio vómito.
Un rato antes había visto pasar a mis vecinos corriendo, tratando de escapar. Había fuego por todas partes. Los cogieron antes de que doblasen la esquina del templo. A ellos los degollaron allí mismo. A ellas, lo mismo que a todas las mujeres.
Kalias volvió con una cabeza en las manos. La cabeza de un hombre al que conocía de vista. Jugaron con ella hasta destrozarla. Kalias me la acercó al rostro para que la besase, pero de nuevo Protesilao me defendió.
Después del pánico, no recuerdo haber sentido nada más que vergüenza. Me decía que no me importaba morir y me preguntaba qué habría sido de Casandra, de Helena, de Teucro…
Casandra murió como esclava de Agamenón. Dicen que fue capaz de adivinar la muerte de ambos si regresaban, pero el griego no la creyó. Agamenón también era cornudo. Su esposa y su amante lo mataron a hachazos poco después del regreso. Luego mataron a Casandra.
Esa noche vi el cadáver de Teucro arrastrado por dos griegos a los que jaleaban otros que iban detrás, pero ya no era capaz de sentir nada.
Y Helena… Por su causa dicen que comenzó todo y ha resultado ser la que mejor terminó. Por lo visto, Menelao ha podido vivir sin que le pesen demasiado sus cuernos. Perdonó a la hermosa y aquella volvió a ser reina de Esparta. A veces pasaba por mi lado con sus sirvientes y yo leía en su rostro que me reconocía. Nunca me ha dirigido la palabra. Ella era la reina y yo una esclava.
Cada cierto tiempo viene un poeta y entretiene a la gente con sus palabras. Sus versos preferidos son los de la guerra. Alaba la astucia y el valor de los griegos y presenta a los troyanos como cobardes. Los valientes griegos fueron a Troya a recuperar a Helena, raptada por el traidor Páris. Hasta la historia del caballo parecía ridícula. Sentí rabia y vergüenza.
Con el caballo ya en la ciudad, todos bebían celebrando la victoria. Los griegos se habían marchado. Sus naves ya no estaban en la playa y su ofrenda a Poseidón, aquel monstruoso engendro de madera, estaba en nuestro poder.
Busqué a Casandra. A pesar de la victoria, ella estaba haciendo sacrificios para que Apolo cuidase de los troyanos. Intuía que no había tal victoria, pero nadie quiso creerla.
Me miró con tristeza y me pidió que me marchase de allí, que me escondiese.
Me senté en las escalinatas. La gente corría bailando de un lado a otro, bebiendo y gritando su alegría.
El caballo estaba frente a mí, negro y siniestro. De repente, el vientre de madera se abrió y aparecieron los griegos. Menelao, andrajoso y terrible, iba el primero.
Al principio los troyanos no se dieron cuenta de lo que sucedía. Odiseo, en rápida carrera, llegó hasta el muro, acuchilló a dos centinelas y, con una antorcha, comenzó a hacer señales.

Los griegos habían regresado.

Manuel V. Segarra 1990-2010

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