lunes, 4 de julio de 2011

Boudica VII

Cayo Suetonio Paulino

El gobernador de Britania, Cayo Suetonio Paulino mira hacia el Oeste. Mira más allá de los alojamientos de los legionarios y del vallum que circunda el acuartelamiento. A su lado hay un centurión ya entrado en años. Quizá sea más viejo que el propio gobernador. Desde luego, su rostro está tan curtido que parece estar hecho con el mismo cuero que cubre los escudos. Sostiene en la mano izquierda la vara de vid, símbolo de su cargo. Muchos centuriones prefieren dejarla en sus alojamientos, pero éste es de la vieja escuela.
-¿Cuántos años llevas en la legión? –pregunta Suetonio Paulino.
-Pronto hará cincuenta, señor.
El gobernador mira el arnés que cubre la loriga del centurión. Medallones, discos, torques… No queda sitio para más condecoraciones. ¿En cuántas guerras habrá estado? ¿Cincuenta años? ¿Bajo cuántos emperadores habrá servido? Sólo por hacer tiempo, Suetonio Paulino se pone a repasarlos mentalmente. Ahora gobierna Nerón y antes, Claudio. Antes que Claudio, Calígula. Antes, Tiberio y Augusto. Con casi cincuenta años de servicio, este hombre debe estar en filas desde los tiempos de Augusto.
Suetonio Paulino no es hombre de muchas palabras, pero le habría gustado hablar con el centurión. Los dos son hombres de guerra. Sin embargo se limita a preguntar:
-¿A ti qué te parece?
-Creo que dice la verdad, señor –responde el centurión.
Dos auxiliares hispanos arrastran el cadáver de un britano.
-Es el tercero que nos cuenta lo mismo, señor. Y no creo que hayan podido ponerse de acuerdo.
El gobernador de Britania asiente. Ayer, el decurión Manlio capturó al britano muerto. Iba con otro hombre y con una mujer y parecían vagar sin rumbo. La mujer murió. Prefirió cortarse el cuello antes que caer en poder de los romanos. Uno de los hombres se defendió y también terminó muerto. El tercero, ese cadáver que ahora arrastran, fue capturado y sometido a tortura.
Dos días antes otra patrulla trajo a otros dos britanos. También fueron torturados y sus cuerpos están pudriéndose allá afuera. Aquellos dos y este otro hablaron. Contaron su participación en la revuelta y los tres, por separado, contaron la misma historia. La reina Boudica ha muerto. Fue enterrada en una cueva, hacia el Oeste. Luego sellaron la entrada. Dos de ellos lo sabían por referencias; el tercero había estado presente. La reina estaba enferma. Tosía mucho y murió. La enterraron de noche.
-Todos han dicho que la zorra rebelde ha muerto –dice el centurión-. Y no creo que se hayan puesto de acuerdo. Y, menos aún, sometidos a tortura.
-Tendríamos que encontrar su tumba –dice Suetonio Paulino.
-No lo encuentro fácil, señor. Ni siquiera los prisioneros han sabido decírnoslo. En una cueva a dos o tres días hacia el Oeste de aquí. Quizá podríamos, pero nos llevaría años.
El gobernador asiente de nuevo. La zorra de los icenos está enterrada en una cueva sellada. ¿Cuántas cuevas puede haber hacia el Oeste? Hacia el Oeste, pero ¿el Oeste puro? ¿El Noroeste? ¿Más al Sur? Dicen que era de noche y que sellaron la entrada. Y ¿se puede hacer caso de lo que han contado aunque sea bajo tortura? No hace tanto que otros dijeron, también tras ser torturados, que la perra icena se había suicidado y que su tumba estaba al Este. Suetonio Paulino sabe que el dolor puede hacer que se confiese lo que sea.
-Demasiado complicado –piensa en voz alta Suetonio Paulino.
-Podemos buscar, señor –dice el centurión, pero hay un punto de duda en su voz.
El gobernador parece sopesarlo un momento, pero desiste.
-No.
-¿Qué hacemos?
Es Suetonio Paulino quien duda esta vez. Si Boudica ha muerto, la rebelión ha terminado. Pero…
-Que continúen las patrullas, centurión –ordena-. Me da igual si la perra de los icenos ha muerto. Que continúen las capturas y los interrogatorios. Veremos si otros confirman lo que estos nos han dicho. Ya no se trata de acabar con la rebelión si no de hacer ver a los britanos que nadie puede alzarse contra Roma y quedar sin castigo. Vamos a asegurarnos de que los rebeldes escarmientan.
El centurión no replica. Todo va a continuar igual. La caza no ha terminado y las presas aún son muy abundantes. Son miles los que pululan prácticamente sin rumbo por el país de los trinovantes y por el de los catuvelaunos. Evitan, eso sí, la tierra de los icenos que ha sido devastada. Muchos quieren llegar muy al norte, donde los pictos, aunque se sabe que también los hay que se han dirigido hacia el Oeste en un intento de llegar a a Hibernia, la isla de los scotos.
Las tres legiones de Suetonio Paulino se encargan de vigilar los caminos, las entradas a las ciudades. Patrullas de caballería se adentran en los bosques. Cualquier sospechoso de haber tomado parte en la rebelión es pasado a cuchillo prácticamente en el acto… si tiene suerte. Basta con que un legionario piense que este hombre o aquella mujer sepan algo, lo que sea, para que la muerte tarde en llegar mucho más tiempo.
Los romanos se han convertido en expertos a la hora de reconocer a los posibles culpables. Buscan en el cuello las marcas del torques, el collar de hierro con el que se adornan muchos guerreros britanos. Muchos se los han quitado, pero quedan esas marchas simétricas tan características.
-Tú estuviste con Boudica –acusan los legionarios.
Algunos lo admiten orgullosos, pocos. La mayoría lo niega y hasta es posible que digan la verdad y que no tomaron parte en la rebelión, pero da igual. Esas marcas les delatan como guerreros. Quizá no son rebeldes, pero hay que evitar que lo sean en el futuro. Son órdenes.
-Si no eres rebelde, ¿qué haces en este bosque?
Alguno logra balbucear que lo ha perdido todo, que su casa ha sido incendiada y que no tiene ningún lugar donde ir. Quizá. Pero ha elegido un mal lugar. Pero es que toda Britania es un mal lugar en estos momentos.
Las mujeres también. Las mujeres más, en realidad. Los legionarios tienen órdenes de encontrar a la zorra Boudica. Decían que tiene el pelo rojo y muchas britanas tienen el pelo rojo. Y se tomaron muy en serio la búsqueda.
Los hubo que trataron de ceñirse a la descripción de la reina de los icenos. Se decía que era más alta de lo normal, que su cabello parecía una llama y que era hermosa como ninguna. ¿Cómo si no había podido alzar contra los romanos a una hueste tan numerosa? La realidad era que su estatura era normal, que su cabello no era tan rojo y que tampoco era tan hermosa. La descripción la había dado aquel centurión de la IX que cayó preso y que estuvo enjaulado durante toda la revuelta. Claro que con esos datos, cualquiera podía ser la zorra de los britanos.
Y como podía ser cualquiera, los legionarios se aplicaron a conciencia. No importaba que fuesen demasiado jóvenes o que el cabello fuese más claro o más oscuro. Al fin y al cabo eran britanas. Si no eran Boudica, mala suerte.
Cayo Suetonio Paulino, gobernador romano de Britania, se retira a su pabellón. Quiere creer que lo que han confesado esos tres últimos britanos es la verdad y que la reina rebelde ha muerto. Informará a Roma, al emperador. Pero no lo hará hoy. Quizá mañana, o dentro de unos días. No estará de más asegurarse definitivamente. Es concienzudo y sería vergonzoso anunciar la muerte de Boudica y que luego resultase que estaba viva.
“Se puede soportar la derrota –piensa Suetonio Paulino-, pero no se puede soportar el ridículo”.
Esperará unos cuantos días. Quizá otros britanos capturados repitan lo que han dicho estos tres últimos. Y esperará también al centurión Cayo Flaminio Cota. Él tuvo cerca a la perra y quizá pueda darle noticias ciertas. Esperará el regreso de Cota. Sólo entonces lo comunicará a Roma. Mientras tanto, todo continuará como hasta ahora.

Manuel V. Segarra. Julio 2011

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