Es que no terminaba de llegar nunca el puñetero tren. No, no había retraso, pero no por eso dejaba de ser desesperante. Los últimos minutos se hacían eternos.
Parecía mucho más tarde, pero es que en diciembre se hace pronto de noche
Marola esperaba en la estación. Tres días por delante en Valencia. Bueno, no. Tres días, no. Dos. No. Tampoco. Dos noches. El día siguiente y medio día más. Vale, lo que sea. Unos días para disfrutar. Había que hacer algunas cosas, pero pocas. El resto del tiempo, para pasarlo bien.
Marola tenía que hacer algunas gestiones en Valencia, cosas de su licenciatura, y Cardo le había dicho que hacía muchos años que no iba. Tampoco es que le hiciese demasiada ilusión. Es lo que ocurre cuando se tienen las cosas ahí al lado. Valencia no estaba ahí al lado, pero casi.
Pero Marola tenía ilusión de sobra para los dos y le propuso que, ya que tenía que ir, pasasen juntos esos días. Ella iría antes, solucionaría todo lo que pudiese y él iría después, en cuanto acabase de trabajar.
A Cardo tanto le daba ir a Valencia como a la calle de al lado siempre que fuese con Marola. ¿Valencia? Vale. Vamos. Y Cardo se pidió los correspondientes días libres.
La estación, llena de gente. Pero la figura de Marola, pequeña y nerviosa, era inconfundible.
Como los dos eran considerablemente tontos en eso de las manifestaciones en público, el encuentro fue bastante frío. Es que eran muy tontos y a Marola le daba apuro.
Salieron de la estación. Había llovido y Marola se empeñaba en cargar con la bolsa de Cardo.
Estaba bonita Valencia. O, a lo mejor era que estaba Marola allí, con más nervios que de costumbre o con más emoción o con las dos cosas. A saber.
Cardo no tenía por costumbre hacer demasiados planes, pero para eso estaba Marola que prefería tenerlo todo controlado.
-Elías me ha dado la dirección de dos hostales. Bueno, de uno. El otro es muy caro.
Elías era compañero de facultad y amigo. Cardo escuchaba y Marola le contaba que ella y Elías habían trabajado en la restauración de una iglesia subiéndose a los andamios. Se habían divertido escondiendo brujas de papel en los rincones de los zócalos, las columnas y las ménsulas. Era un buen amigo Elías. Estaba casado, pero se preocupaba por ella y la llamaba siempre que encontraba algún trabajo. Cardo no era celoso, pero… ¡Hay que joderse!
Llegaron al hostal, razonablemente cerca de la estación, y les atendió un vejete con gorra. La habitación era barata y ya era bastante tarde. Se la quedaron.
A Cardo no le gustó nada. Después de haber pagado se dio cuenta de que aquello no era un hostal al uso. Saltaba a la vista. Hombres quizá demasiado mayores acompañados de señoritas quizá demasiado jóvenes vestidas quizá de forma un tanto provocativa. Había unos cuantos. Pero ya era tarde y no había tiempo de buscar otra cosa.
A pesar de algunas carreras en el pasillo y de alguna risa en una habitación próxima, durmieron bien. Así y todo, los dos estuvieron de acuerdo en cambiar de hostal al día siguiente.
Cardo pensaba que era la primera vez que Marola y él dormían juntos. Dormir. Sólo dormir. Pero no había sido, ni de lejos, la noche más romántica del mundo.
Marola era completamente novata en algunas cosas. Sin embargo, a pesar de su pijama afelpado -en diciembre hace frío- y de su falta de experiencia, estaba mucho más suelta que Cardo.
Encontraron otro hostal con mejor aspecto. Era un poco más caro, pero se quedaron la habitación. Ahora, el día por delante.
Los viernes por la mañana, a las diez, dicen una misa en la iglesia del Patriarca que parece sacada de otro tiempo. Marola no era especialmente creyente. No lo era nada, pero de vez en cuando le pedía a Cardo:
-Rézale a tu dios para esto o para lo otro.
Pero, sin ser creyente, reconocía que aquella misa era bastante especial. Tiraba un poco a preconciliar con su coro al fondo, con la procesión previa y con los incensarios. Lo cierto es que sobrecogía. Sólo nueve fieles. Claro. Viernes por la mañana y sin ser fiesta de guardar…
A Cardo le gustó la misa sobre todo por lo que tenía de rito de otra época. Era más creyente que Marola, pero tampoco hay que exagerar. Le gustó la misa, pero le gustaba más ir por la calle al lado de Marola aunque aquella no quisiera cogerle la mano, la muy puñetera. Es que no eran mucho de manifestaciones cariñosas en público, pero Marola, menos.
Había que ir por la tarde a casa de Elías. Marola tenía que recoger un encargo. Y como la mañana aún era larga, nada más romántico que ver el Museo Militar de Valencia.
Fueron. A Marola le daba lo mismo ir al museo que a la calle de al lado, siempre que fuese con Cardo. ¿Al Museo Militar? Vale. Vamos.
Y fueron. Y luego fueron a la Catedral y pasaron por una de las librerías París-Valencia y pasearon y miraron escaparates y Cardo escuchaba lo que Marola le contaba y Marola escuchaba lo que Cardo le contaba. Comieron, tomaron café y volvieron a pasear y a pararse delante de la librería y pasaron por una plaza en la que había muchas terrazas. Fueron al hostal a descansar y se hartaron de jugar, de picarse mutuamente, de juntar las dos camas y de saltar encima. Cuando Cardo se paraba, Marola le decía:
-Lo que te pasa es que no eres lo bastante hombre.
-Ahora te demostraré lo hombre que soy.
Y vuelta a empezar hasta que Marola, entre risas, accedía.
-Eres muy hombre, eres muy hombre.
Mediada la tarde, cuando empezaba a oscurecer, fueron a casa de Elías. Marola caminaba como si se le fuese a hacer tarde. Siempre caminaba deprisa. Casi siempre. A veces, cuando paseaban, iba un poco más despacio. La verdad es que estaba lejos. Se podía ir a pie, pero era un buen paseo.
Elías y Bego la esperaban. Por referencias ya conocían a Cardo, aunque les sorprendió un poco que fuese mayor. Eso siempre sorprendía. Pero es que había muchas cosas que sorprendían en Marola.
Cardo estaba un poco envarado de más. Siempre había sido muy seco. Un suro, según Marola. El palabro venía a significar algo así como antipático. Pero lo cierto es que él estaba tan incómodo como si le hubiesen metido una vara por el culo. Y eso que Bego trataba de ser atenta. Elías también, sí.
Al cabo de poco rato, el paseo de vuelta era igual de largo que el de ida y, además, cargados con más de mil fotocopias, se fueron. Bego recomendó a Marola que comprase una caja de bombones en concreto porque la caja de madera era ideal para guardar pinceles. Vale. Irían a buscarla al día siguiente. Aún les quedaban horas.
Cenaron un poco de cualquier manera en un bar cercano al hostal. Cardo pidió pimientos de Padrón y Marola se comió uno. Comió más cosas, vaya, pero pimientos, sólo uno. O dos, quizá.
De regreso a la habitación, las cosas parecían un poco más calmadas que después de comer. ¡Que te lo has creído! Juegos y más juegos, bromas, un masaje suave, besos, susurros y Marola, con su pijama afelpado, como una rana encima de Cardo. Y eso que él jamás había podido dormir con alguien pegado. Otras cosas sí, pero, para dormir, que corra el aire.
Se cerraban los ojos y los dos, muy tontos, pensaban en lo bueno que era todo aquello.
Se oyó un estruendo. Algo así como un montón de rocas corriendo ladera abajo mientras temblaba la habitación.
Cardo se levantó y se colocó deprisa y corriendo los pantalones y la camisa.
-¿Qué pasa? –Marola estaba alarmada.
-No lo sé –Cardo, también-. Voy a ver qué ha sido eso. Quédate ahí. Tranquila que vuelvo enseguida.
En el pasillo, Cardo se encontró con otro hombre. Tampoco sabía qué había pasado.
-Ha sido por ahí.
Salieron a la calle. Todo parecía normal. Entonces Cardo, acordándose de donde llegó el estruendo, se acercó a la esquina. Junto al hostal, un solar en obras. Habían dejado la pared mediera. La lluvia, o lo que fuese, provocó el desplome. Por lo visto, la caída de todo aquello convertido en cascotes no afectó al hostal, pero hubo que esperar a que llegase la policía y luego a un técnico que certificase que no había peligro.
Mientras, Cardo subió a la habitación para tranquilizar a Marola. Ella se había vestido y se acurrucaba junto a la ventana.
No había peligro, pero no durmieron tranquilos. De todos modos, aunque no estaban tranquilos, volvieron a dormir abrazados.
Por la mañana, desayunando churros, se reían. Había sido sus juegos los causantes del desplome. Es que ponían mucha pasión, decían.
Luego se fueron a buscar la caja de bombones para los pinceles, pero resultó que no les gustó tanto.
Cardo compró dos libros en la París-Valencia. Marola le compró a él una bolsa de cuero labrado y un sombrero de pana. Él le compró a Marola una banda para el pelo de muchos colores. Por la tarde regresaron en un tren atestado de gente, después de haber hecho que sus vecinas de asiento retirasen las maletas para poder sentarse.
Cardo se colocó la chaqueta sobre las piernas y, por debajo, Marola y él iban cogidos de la mano.
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