Hospital
Cardo llevaba toda la mañana tosiendo. Tosía feo y
ronco y se llevaba la mano al pecho. A veces bebía un poco de agua para ver si
se le pasaba, pero no. Sus compañeros miraban y no decían nada, pero resultaba
molesto. Es que no paraba de toser.
Salió a la calle. Nada más llegar a la esquina le
volvió la tos. Más fuerte que antes. Se encogió de dolor. Era enero.
Cardo volvió casi sin fuerzas. Estaba jodido.
Rosario estaba en la mesa. En realidad siempre estaba
allí. Parecía que viviera allí. Se alarmó al ver la cara de Cardo.
-¿Qué te pasa?
-Llama a Urgencias –respondió Cardo-. Me estoy
ahogando.
Rosario se alarmó aún más.
-¿Qué te pasa? –preguntó de nuevo.
-Llama a Urgencias. Me ahogo.
Llegó Antonio con una silla e hizo que Cardo se
sentase. Rosario se hacía un lío con el teléfono. Al fin consiguió hablar.
-Tengo a un compañero que está muy mal –decía-. Se
ahoga.
-Diles que tengo un neumotorax –dijo Cardo-. Lo sé
porque soy reincidente.
Rosario lo repitió palabra por palabra. Minutos
después llegaba una ambulancia a la puerta de la emisora.
Había bastante gente viendo como se llevaban a Cardo
en camilla y con mascarilla de oxígeno. Muchas caras de preocupación, claro.
Cardo se sintió tranquilo y a salvo dentro de la
ambulancia. Pensaba que, a lo mejor, no era un neumotorax. Y si lo era, a lo
mejor no había que entubarlo.
Pero era un jodido neumotorax, mala suerte, y había
que meterle el tubo en el pecho. Mala suerte. Por delante, varios días
ingresado. Mejor no desesperarse.
La doctora le abrió el costado. Hablaba con él
mientras le metía el tubo. Anestesia local. Cardo estaba razonablemente
animado. Ya había pasado por eso. Bueno, a armarse de paciencia.
-¿Para cuántos días tengo?
Ya sabía la respuesta, pero a lo mejor…
-Seis u ocho días no te los quita nadie. Bueno, ya
estás zurcido. Ahora, tranquilidad.
Cardo se miró el costado por el que asomaba la punta
del tubo de drenaje. También le habían puesto una guía en el brazo. Para suero
salino.
-No voy a dormir muy cómodo con esto.
-Ahora no te molestará mucho, pero si cuando se pase
la anestesia te duele, avisa. Te pondrán un calmante.
-¿Puedo fumar? –bromeó Cardo.
-A que te doy –bromeó la doctora.
Lo subieron a la habitación. Toda la familia esperaba.
Le preguntaron. Su hermano menor pensaba que había sido un infarto. Su madre
estaba muy nerviosa y muy enfadada. Es que se enfadaba cuando se ponía nerviosa.
Cardo estaba bien, pero con hambre.
Se marcharon todos menos la madre a pesar de que Cardo
insistía en que estaba bien. La madre se quedó. No se puede discutir con las
madres.
Pasaron los días. Vino mucha gente a ver a Cardo.
Vinieron los compañeros de trabajo. Le trajeron colonia, desodorante, espuma de
afeitar. Era un regalo de todos menos de Toñi. Toñi había preferido comprarle
una revista de mujeres desnudas.
Vinieron otra vez los hermanos, las cuñadas, las
sobrinas. Le trajeron cosas para que leyera y escribiera. Su hermana le trajo
un bote muy grande de frutos secos. Todos metían la mano y se pasaban la visita
comiendo.
Vinieron los jefes de Cardo, todos, y cumplieron con
lo de “tú no te preocupes de nada. Ponte bien y no tengas prisa en
incorporarte”.
Vino la doctora que le había puesto el tubo con otro
médico y aseguraron que todo iba muy bien. Bromearon un poco, pero Cardo estaba
ya un poco desanimado.
El tercer día llegó Beni. Le traía dos paquetes de
tabaco. El tabaco estuvo rodando por ahí hasta que se lo llevó su hermana.
Beni también traía un ejemplar del nuevo libro de
Cardo. Aún no se había presentado, pero estaba ya en las librerías.
-Lo he traído para que me lo firmes –decía Beni-.
Quería que me firmases antes de que te mueras.
-Mejor así –respondía Cardo-. Iba a ser un poco
complicado firmarlo después de muerto.
Vino el editor. La editorial había previsto la
presentación para dos semanas después.
-Pero no te preocupes por nada. Retrasamos la
presentación.
-Estaré fuera para entonces, supongo.
Todos los días venía gente. Una enfermera dijo que era
famoso. Bromeaba y decía que iba a pedirle un autógrafo.
Le trajeron el cargador del móvil. El teléfono estaba
en la mesilla.
Cardo se quedaba solo muy pocas veces. Siempre había
alguien. Pero cuando no había nadie, pensaba.
Pensaba que, ciertamente, Marola y él no estaban en el
mejor de los momentos. Pero la echaba de menos más que a nadie. Hablaban por
teléfono a veces.
-¿Tú estas bien? –preguntaba Marola siempre.
Cardo respondía que sí, pero pensaba que no. Estaba
jodido con el jodido tubo en el costado, estaba jodido por alguna de las
visitas y estaba jodido por que Marola no había ido.
-Estoy bien. En unos días me dan el alta –decía.
Marola decía que quería ir, pero estaba muy ocupada.
Además, no era tan fácil. No sabía qué decir en su casa.
-No te preocupes –insistía Cardo.
Las cosas no estaban demasiado bien. Tampoco había
demasiadas razonas para que Marola fuese a verle, pensaba. De todas maneras,
pronto estaría fuera.
Pero le jodía, claro. Todos habían ido. Hasta Marta, a
saber cómo se enteró, fue una mañana. Se quedó todo el día.
Cardo pensaba en Marola y se decía que no pasaba nada.
Al fin y al cabo no estaban bien y, además, hablaban por teléfono y eso.
Marola tampoco estaba muy contenta. Se decía que lo
suyo era hacerse un hueco como fuese para ir a ver a Cardo. Sabía que tenía que
ir. Pero le daba apuro. ¿Qué pensaría la familia de Cardo? Él le había dicho
que no hacía falta, pero ella sabía que tenía que ir. Pero es que estaba muy
ocupada. Tenía que ir, claro, pero ¿cómo lo justificaba en su casa?
Cardo le repetía que hiciese sus cosas, que no pasaba
nada y que ya se verían cuando le diesen el alta.
En la cama de al lado estaba el argentino. Tenía lo
mismo. Hablaban a veces. A cardo le daba envidia porque la Marola particular de
aquel iba todos los días. En ocasiones se quedaba también por las noches.
Las noches eran lo peor. Le dolía la herida, se
despertaba y llamaba a la enfermera para que le diese un calmante. También eran
lo peor porque se ponía a pensar. No quería, pero no podía evitarlo.
Tampoco era muy bueno el final del día. Como era un poco
tonto de más, albergaba la esperanza de que, a pesar de todo, Marola le diese
una sorpresa. Así todos los días. Llegaba la noche, se ponía un poco tristón y
se repetía que lo mejor era no pensar en eso. “Puede que venga mañana”.
Un día le dieron el alta. El anterior le habían sacado
el tubo y todo parecía ir bien.
Venga, a casa y a descansar. A recuperarse de los días
de hospital. Esfuerzos, los mínimos. Aún quedaba la herida y algunas visitas a
médicos, pero era ya otra cosa.
Cardo salió a dar un paseo, a caminar. Se metió en una
cafetería y pidió café. El de la máquina del hospital no le había parecido
especialmente bueno.
Ya en la calle pensó por enésima vez en llamar a
Marola, pero prefirió no hacerlo aún. A fin de cuentas, por ganas que tuviese
tampoco había motivos especiales. Vale que le habían dado el alta y todo eso,
pero se repetía que no había para tanto. Al fin y al cabo no era como antes ni
nada parecido y tampoco estaban las cosas tan bien como en otras épocas.
Cardo paseó mucho esa tarde y tomó todo el café que no
había tomado en el hospital. Le dolía el costado. No era raro porque la herida
aún estaba fresca. También compró un paquete de tabaco.
Regresó a su casa ya tarde y finalmente llamó a
Marola.
Ella se alegró de que le hubiesen dado el alta.
-Pero, ¿tú estás bien?
Cardo asentía. Estaba bien. Cansado y dolorido, pero
bien. Lo cierto es que no estaba tan bien como decía.
Marola le recomendó que descansase, que se lo tomase
todo con calma. Cardo decía que sí, que descansaría. No iba a ponerse ahora a
descargar camiones.
Colgaron.
Cardo estaba contento, pero sólo por haber salido del
hospital.
Se fue a dormir y le dio por pensar cosas raras. Con
todas las personas que habían ido a verle, sólo había faltado la única que
realmente quería que viniera.
Y estaba bastante jodido, claro.
Manuel V. Segarra. Julio 2010
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