Me llamaron la atención desde el mismo momento en el que entraron. Él no parecía tener demasiadas ganas de estar allí, pero ella insistió y terminaron sentándose en el tercer banco.
Tuve que fijarme en ellos a la fuerza. En primer lugar, a esa hora no había nunca más de una docena de fieles, todos habituales, repartidos por la iglesia mientras que ellos venían por primera vez. En segundo lugar, los gestos de fastidiada resignación del hombre y los de reproche de la mujer eran abundantes y evidentes.
Había otras dos razones para fijarse, pero, dada mi condición de sacerdote, no sé si es conveniente manifestarlas. Aunque, a la vista de mi situación actual, creo que no tiene tanta importancia.
Las razones eran, efectivamente, dos tetas del tamaño de sendos melones que emergían de la recién llegada.
Aquellas dos protuberancias llamaban aún más la atención debido a que se encontraban enclavadas en un cuerpecito menudo y hasta frágil. El rostro era claro; los ojos, almendrados y el pelo negro y largo. El hombre… también era joven.
Acabada la misa, pasaron a la sacristía. Querían presentarse por aquello de ser nuevos en la parroquia. No dejaba de ser curioso. Casi veinte años aquí y era la primera vez que alguien venía a presentarse. Pero es que en el lugar de donde ella venía era costumbre. Era de un pueblecito del interior de Colombia y, aunque llevaba más de diez años en España, había cosas que no cambiaban. En su pueblo el cura seguía siendo alguien importante.
Para él la cosa cambiaba. Se notaba que estaba más que harto de iglesia y no hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que todo aquello le parecía una soberana pérdida de tiempo. Claro que él no era colombiano, si no de Alcobendas.
A decir verdad, tenía su punto de gracia. Era como en España hace cincuenta o sesenta años, cuando los importantes de pueblo eran el alcalde, el médico y el cura. Y el cabo de la Guardia Civil cuando lo había, claro. Ahora el cura es importante solo para los mayores de sesenta y no siempre.
Los nuevos feligreses comenzaron a venir todos los domingos. Al principio, los dos; luego, solo ella. Siempre a misa de diez.
Pecado de vanidad el mío, he de confesarlo, porque empecé a esforzarme en los sermones. El amor de Dios, el amor al prójimo, el perdón… y ella parecía beberse cada una de mis palabras. Vanitas vanitatis.
Acabada la misa, pasaba a la sacristía, me saludaba y me decía que le había gustado mucho el sermón.
Y así siguió aquello domingo tras domingo.
El asunto se volvió un poco incómodo porque, con tanta visita, la feligresía veterana comenzó a murmurar. La chinita, la llamaban así por los ojos rasgados, pasa mucho tiempo en la sacristía, la chinita y el cura esto o lo otro… Demasiado habían tardado.
Empezaba a no gustarme aquello. Hay que saber perdonar, pero es que las murmuraciones subían de tono y se aproximaban peligrosamente a la calumnia.
Y ya me hubiese gustado que todo quedase en eso.
Porque esta mañana, poco después de las nueve, ella se ha presentado en la iglesia. Me ha sorprendido porque hoy no es domingo y porque, a hora tan temprana de la mañana, iba quizá demasiado compuesta y maquillada. Quería confesarse.
No voy a engañar a nadie, y menos a mí mismo, dada la situación. He cometido pecado de lujuria, al menos con el pensamiento. Es que me estaba imaginando la clase de pecados que podía haber cometido. Ya lo sé. Soy cura y no debo pensar en esas cosas. Perdón, perdón.
-Ave María Purísma.
-Sin pecado concebida. Dime, hija. ¿Cuáles son tus penas?
Remoloneó un poco. Le costaba empezar, pero dijo al fin:
-Padre, acabo de matar a mi marido.
Se me erizaron hasta los pelos de los sobacos.
-¿Qué?
-He matado a mi marido. Y lo peor es que, como no era creyente, va a ir derecho al Infierno.
Me costaba reaccionar. Me costaba pensar. Tal vez fuese una broma de mal gusto, pero no. Hablaba en serio.
-Pero ¿por qué?
-Es que no podía más, padre. He tenido que matarlo.
-¿Te pegaba? ¿Te maltrataba de alguna forma?
-Es que era muy poco creyente.
-Vale, pero eso no es motivo para matarlo.
-He tenido que hacerlo, padre. No había otra solución.
-Siempre hay otra solución.
-En este caso no. Es que lo he matado porque… porque estoy enamorada de usted, padre.
-¿Qué?
-Él nunca hubiese permitido que me fuera con usted. He tenido que matarlo para que podamos estar juntos, para que nada se interponga en nuestro amor.
-Pero… pero… ¿Nuestro amor? ¿Cuándo he dicho yo…?
-Todos los domingos, padre. Todos los domingos. Hablaba de amor y me miraba. Lo noté enseguida.
-Era la homilía, el sermón. Y hablaba del amor de Dios, del amor al prójimo, del perdón, de la renuncia y el sacrificio. Lo mismo que todos los sacerdotes del mundo.
-Pero yo sé que usted me lo decía a mí. Eso lo nota una mujer. Y yo he hecho todo lo que usted decía. Porque he sacrificado a mi marido y he renunciado a todo por amor a mi prójimo que es usted.
No podía creer lo que estaba escuchando. Esto no podía estar pasando.
-Pero ¿cómo has podido hacer algo así?
-Ya se lo he dicho, padre. Era la única manera de poder estar juntos. Ahora ya podemos irnos lejos a disfrutar de nuestro amor.
Trataba de ordenar mis ideas. Había que pensar con claridad, pero costaba. ¿Cómo no iba a costar? Aquella loca había matado a su marido y pretendía que me fuese con ella.
-Escucha. Es necesario ser razonables. Yo no puedo…
-¿Es que usted no me ama?
Respiré. No quería empeorar el asunto, si es que podía empeorar.
-Creo que tendrías que ir a la Policía.
-No voy a ir a la Policía. No lo entenderían.
-Se razonable. Seguramente ellos entenderán que tu marido…
-No voy a ir a la Policía.
-Pero…
-Lo he hecho por usted. ¿Es que no lo entiende? No voy a ir a la Policía. Y usted tampoco puede decir nada porque tiene que guardar el secreto de confesión.
-Escucha.
-¿Es que usted no me ama, padre?
No sabía qué contestar. Tampoco me dio tiempo. Se plantó delante de mí y abrió el portillo del confesonario. Tenía los ojos húmedos.
-¿Es que usted no me ama, padre?
Más que una pregunta parecía una súplica.
Los vecinos la llaman “la chinita” por sus ojos rasgados. Es menuda y tiene dos tetas demasiado grandes para el resto del cuerpo. Pero yo no le miraba lo ojos ni las tetas. Tenía los ojos puestos en el enorme cuchillo jamonero que llevaba en la derecha.
-Usted no me ama, padre.
Y me asestó dos puñaladas tan rápidas que ni las he visto venir.
Me ha mirado un momento, se ha secado las lágrimas y se ha marchado.
Hay que saber perdonar a quien nos hace mal.
Y aquí estoy, desangrándome como un gorrino en la matanza mientras esa hija de la gran puta se marcha tan tranquila.
¿Perdón? ¡Los cojones perdón!
Manuel V. Segarra. Julio 2013.
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