Me llamaron la atención desde el mismo momento en el que entraron. Él no parecía tener demasiadas ganas de estar allí, pero ella insistió y terminaron sentándose en el tercer banco.
Tuve que fijarme en ellos a la fuerza. En primer lugar, a esa hora no había nunca más de una docena de fieles, todos habituales, repartidos por la iglesia mientras que ellos venían por primera vez. En segundo lugar, los gestos de fastidiada resignación del hombre y los de reproche de la mujer eran abundantes y evidentes.
Había otras dos razones para fijarse, pero, dada mi condición de sacerdote, no sé si es conveniente manifestarlas. Aunque, a la vista de mi situación actual, creo que no tiene tanta importancia.
Las razones eran, efectivamente, dos tetas del tamaño de sendos melones que emergían de la recién llegada.
Que sí, que uno es cura y ha hecho voto de castidad, es verdad, pero eso no implica estar ciego.