La mañana es gris acero y en ella emergen las torres carolinas coronadas de pizarra y agujas. No tienen la elegancia de otros monumentos ni el misterio de otros castillos. Ni falta que hace.
El Alcázar es potencia, resistencia, fuerza. Su perfil pesado es la sombra que cuida de esas callejas imposibles cuajadas de leyendas que no son tales.
La mañana es gris acero, pero hace buen tiempo en este octubre toledano y me pregunto por dónde empezar en este laberinto pequeño, castellano y duro, afilado como las espadas a las que ha dado fama, cálido en los infinitos rincones que van desde
Toledo es lo mismo de siempre, por fortuna, aunque a veces hay más japoneses que espadas. Pero es Toledo del Alcázar, de Zocodóver y de
Toledo es el retiro y la necesidad de pasar noches en vela; es fuente de inspiración bajo las cruces de madera en el último rincón, allá donde era la cita del duelo hasta matarse.
Ya no recuerdo las veces que he pisado sus piedras viejas. Veo lo mismo cada vez, siempre lo mismo, y quiero volver cada vez.
Y quería volver tanto que Ella, que siempre hacía realidad mis sueños, me llevó a recorrerla de nuevo. La veía risueña y decía que estaba contenta de mi entusiasmo. A veces me pierdo en su mirada oscura, en su caminar deprisa, en su gesto irónico.
Espadas, piedras, pinturas, iglesias, la calle del Hombre de Palo. Ver el Alcázar desde esa iglesia que tiene dos torres, San Ildefonso; abrirse paso para ver de cerca el cuadro del Greco, comer en esa terraza… Subidas y más subidas, otra vez la calle del Hombre de Palo, tambores y cornetas a caballo atronando en la plaza de Zocodóver. Y, de vez en cuando, su mano en la mía.
Era entonces.
Toledo.