miércoles, 24 de marzo de 2010

Toledo

Ahí arriba están las torres macizas de la fortaleza, emblema de la ciudad a base de tiros y sangre, como corresponde.
La mañana es gris acero y en ella emergen las torres carolinas coronadas de pizarra y agujas. No tienen la elegancia de otros monumentos ni el misterio de otros castillos. Ni falta que hace.
El Alcázar es potencia, resistencia, fuerza. Su perfil pesado es la sombra que cuida de esas callejas imposibles cuajadas de leyendas que no son tales.
La mañana es gris acero, pero hace buen tiempo en este octubre toledano y me pregunto por dónde empezar en este laberinto pequeño, castellano y duro, afilado como las espadas a las que ha dado fama, cálido en los infinitos rincones que van desde la Catedral hasta San Juan de los Reyes y desde San Ildefonso a la Puerta de Bisagra. No es la primera vez y nada es nuevo.
Toledo es lo mismo de siempre, por fortuna, aunque a veces hay más japoneses que espadas. Pero es Toledo del Alcázar, de Zocodóver y de la Puerta del Sol y la Luna. Es de calles empedradas de trazado enloquecido, de cuestas eternas, de templos, de espadas templadas, de dulces de las monjas y de carcamusa a la hora de comer.
Toledo es el retiro y la necesidad de pasar noches en vela; es fuente de inspiración bajo las cruces de madera en el último rincón, allá donde era la cita del duelo hasta matarse.
Ya no recuerdo las veces que he pisado sus piedras viejas. Veo lo mismo cada vez, siempre lo mismo, y quiero volver cada vez.
Y quería volver tanto que Ella, que siempre hacía realidad mis sueños, me llevó a recorrerla de nuevo. La veía risueña y decía que estaba contenta de mi entusiasmo. A veces me pierdo en su mirada oscura, en su caminar deprisa, en su gesto irónico.
Espadas, piedras, pinturas, iglesias, la calle del Hombre de Palo. Ver el Alcázar desde esa iglesia que tiene dos torres, San Ildefonso; abrirse paso para ver de cerca el cuadro del Greco, comer en esa terraza… Subidas y más subidas, otra vez la calle del Hombre de Palo, tambores y cornetas a caballo atronando en la plaza de Zocodóver. Y, de vez en cuando, su mano en la mía.
Era entonces.
Toledo.
Manuel V. Segarra. Marzo 2010

viernes, 19 de marzo de 2010

Epílogos I



Alborea.
Asciende el Sol lentamente, con la parsimonia de un dios. Es, en realidad un dios.
Con esta alborada toca a su fin la noche más gloriosa para nosotros, los griegos, y la más larga y sangrienta para los troyanos.
Aún arde la ciudad en algunos puntos, pero ya, en su mayor parte, es sólo un amasijo informe de ceniza, piedra y sangre. Aún se escuchan algunas voces; quejidos y lamentos en nada parecidos a los gritos angustiosos o airados de la noche pasada.
A mi lado, tendido en el suelo, está Kalias dormitando su borrachera de vino y sangre. Filias está sentado frente a mí y mira en dirección al mar. De vez en cuando gira la cabeza esperando ver aparecer a los jefes. Alguien ha dicho que están en lo que queda del templo de Apolo haciendo ofrendas. Casandra, la sacerdotisa troyana que había adivinado la derrota, fue violada anoche sobre el altar. Fue Ayax. Dijo que amaba a Casandra, pero es lo mismo. Los griegos quieren que Apolo perdone ese crimen.
Todos bebimos, violamos y matamos anoche.

Epílogos II


A Casandra no le gustaba aquel maldito caballo.
Trataba de evitar por todos los medios que lo introdujesen en la ciudad. Rogó, lloró amenazó y suplicó. En vano.
Ya no había griegos en la playa. Se habían marchado al fin. Después de diez años de guerra, los troyanos comenzamos a respirar de nuevo. Incluso yo, que entendía que lo lógico era vivir en guerra, me sentí aliviada. No recordaba otra cosa. Era una niña cuando llegaron las naves negras y comenzaron a vomitar guerreros.
A pesar de las súplicas de Casandra, el monstruoso caballo fue introducido en la ciudad. No cabía y, a instancias de Helena, se derribó la parte superior de la puerta para que pudiese pasar. Helena y Casandra se odiaban. Muchos pensaron que si una insistía era porque la otra se negaba. Fuese lo que fuese, el caballo supuso el final.
No soy capaz de recordar exactamente qué ocurrió. De repente apareció ante mí una especie de gigante ensangrentado que tosía y escupía continuamente. Sentí tal terror que no pude moverme.