jueves, 9 de septiembre de 2010
Boudica II
Mira Boudica a su alrededor y deja caer los brazos en un gesto de abatimiento resignado. Su mirada ha perdido el brillo de furia que tenía hace sólo un rato. Ya no hay nada que hacer. Nada, salvo escapar ahora que aún se puede o morir. La otra posibilidad es sencillamente impensable. Boudica prefiere morir cien veces antes que caer en manos de Roma.
Por ahí enfrente vienen imparables las cohortes. Lentas y silenciosas, sólo se oye, muy de vez en cuando, la orden áspera de algún centurión obligando a los legionarios a mantener la formación de batalla. Se oyen las órdenes por encima de los gruñidos espasmódicos y de los alaridos de terror de los britanos que huyen descontrolados ante el muro de hierro que avanza paso a paso.
Boudica cuenta mentalmente los cuadros de hombres forrados de hierro. Diez en total. Y detrás hay otros cinco. Ella sabe que, a pesar de lo imponente de la formación, no son ni diez mil. Y en menos de una hora han derrotado por completo a sus más de cincuenta mil guerreros. No son ni diez mil y muchos de ellos ni siquiera han llegado a combatir. Allá al fondo, junto al general de capa escarlata, están las reservas, los que tenían que intervenir si las cosas se ponían mal para los romanos. Pero no ha sido necesario. Las dos primeras filas han bastado para liquidar por completo el efímero ejército britano.
Boudica conoce bien a los romanos. Fueron aliados durante algún tiempo, pero las alianzas con Roma suelen parecerse demasiado a la servidumbre. Y luego vino aquel pretor exigiendo más de la cuenta, los latigazos y la humillación. Sus dos hijas, una poco más que una niña, fueron violadas por los legionarios. Boudica de los icenos conoce muy bien a los romanos.
A Boudica de los icenos comenzaron a llamarla reina de Britania, pero ahora no es reina de nada. Busca a sus hijas con la mirada entre los cientos que pasan a su lado tratando de escapar del hierro. No las ve. No sabe que una de ellas ha logrado ocultarse en el bosque y que la otra ha muerto a manos de uno de sus propios guerreros cuando trataba de frenar una huida ciega.
Boergeles corre hacia Boudica. Lleva sangre en el rostro y en la espada.
-Vámonos. Tenemos que escapar.
Boudica asiente. Sólo queda eso o hacerse matar. La otra alternativa, ni se piensa.
-Vámonos, señora –insiste Boergeles.
A la izquierda de la formación romana comienza a desplegarse una turma de caballería. La cacería empezará pronto.
Boudica reacciona por fin. Envainan la espada que lleva en la mano, la espada de un centurión, y asiente enérgicamente. Aún mira un instante hacia la jaula donde está encerrado el romano, el único al que ha mantenido con vida desde que comenzó todo. Aquel permanece sentado, sereno y con la mirada fija en las cohortes que están cada vez más cerca. Boudica de los icenos mira un momento y casi puede sentir la rabiosa alegría debajo de aquella serenidad. Piensa que, más que de Roma, la victoria es del centurión enjaulado.
Corre en compañía de Boergeles. Van hacia el bosque cerrado de su derecha. Allí será más difícil que les alcancen los legionarios. Corre y la espada romana le golpea el muslo a cada zancada.
No sabe cuanto ha corrido, pero ya no puede más. Tiene que descansar aunque sólo sea un momento. Allá detrás se oye un griterío. Los romanos están masacrando a los britanos. Boergeles se detiene resoplando.
-Hay que seguir, señora. Todavía no estamos a salvo –dice.
Asiente de nuevo Boudica. A veces una sombra pasa entre los árboles. Britanos que tratan de escapar igual que ellos. Boergeles quiere detenerlos, pero Boudica lo impide.
-Aún podemos reunir a muchos guerreros –dice Boergeles con un punto de frustración.
-¿Para qué?
-Para seguir luchando.
Pero Boudica sabe que eso no es posible. Se ha dado cuenta de que no tenía un ejército. Sus guerreros eran sólo una horda enloquecida sin apenas disciplina. ¿Cómo luchar contra las legiones? Recuerda un detalle de la batalla. Ella tenía que gritar hasta enronquecer, correr con su carro de un extremo a otro de la formación, si es que podía llamarse así a aquella masa de hombres. Gritar hasta enronquecer. Allá enfrente, el romano Suetonio Paulino no tenía más que hacer un gesto con la mano para que las cohortes se pusieran en movimiento como un solo bloque o para que los legionarios arrojasen sus pila. Y no eran ni diez mil.
-Es inútil, Boergeles. Sólo Roma puede vencer a Roma.
Boergeles no quiere replicar. Antes de que comenzase aquella aventura pidió paciencia. Paciencia y tiempo para preparar a los icenos como un ejército romano. Nadie le escuchó. La reina tenía prisa por vengarse.
-No hay nada que hacer –dice Boudica. No hay desánimo en su voz. Sólo una especie de convencimiento resignado. ¿Dónde estarían sus hijas?
-Podemos seguir luchando en los bosques –insiste Boergeles.
-No quiero luchar más. No serviría de nada.
Boergeles no entiende la negativa de la reina. Le repita que han sufrido sólo una derrota. Aún se puede reunir un buen número de guerreros. En campo abierto los romanos son invencibles, pero se les puede emboscar, atacar sus convoyes…
-¿Para qué? –pregunta Boudica.
Boergeles no sabe qué responder. Al fin dice:
-Para que se vayan de Britania.
-¿Y crees que así se irán? ¿A cuántos habrá que matar para que se vayan? Si matamos a mil romanos, ¿no vendrán otros en su lugar? ¿O dos mil? ¿O cinco mil?
Boergeles calla de nuevo.
-Estos días hemos hecho lo que tú dices, Boergeles –sigue Boudica-. Les hemos emboscado, hemos atacado sus convoyes y los hemos matados a cientos en sus ciudades. Durante unos días hemos hecho que sintieran miedo. ¿Y cómo han respondido? En un solo día, en unas pocas horas, nos han aplastado. Ellos son los amos de Britania como lo son de todas partes. No sé si los romanos se irán alguna vez, pero, si lo hacen, será cuando ellos quieran.
Boergeles no quiere hablar. En su cabeza se repite que pueden luchar en los montes, en los bosques, y dar tiempo para formar un ejército britano que luche al estilo romano. La derrota de hoy tiene que servir para algo.
Cerca se escuchan los cascos de varios caballos y entre los troncos de los árboles se dibujan las siluetas de tres o cuatro jinetes enemigos que conducen sus monturas al paso. Miran hacia todos lados y escuchan. En el bosque hay docenas de britanos que tratan de huir. Si hubiese alguien con la cabeza lo suficientemente fría se daría cuenta de que se puede acabar fácilmente con los jinetes romanos. Pero el único pensamiento es el de escapar, alejarse todo lo posible. Es, sencillamente, pánico.
Los romanos pasan lejos a su derecha. Parece que hablan entre ellos. Se alejan y, poco después, se oye como sus monturas aceleran el paso.
-Vámonos, señora –susurra Boergeles-. Aún estamos en peligro.
Se mueven despacio ahora. No quieren hacer ruido que atraiga a las patrullas enemigas. Tampoco hablan.
En un claro no muy grande están los cuerpos de cuatro britanos. Les faltan las cabezas que están desperdigadas aquí y allá.
Boudica niega con la cabeza. O los romanos han ido muy lejos o ellos dos han vuelto sobre sus pasos sin darse cuenta. Es difícil orientarse cuando se corre para salvar la vida.
Más ruido cerca. Boergeles desenvaina lentamente y mira a la reina. Boudica respira agitada. No quiere caer en manos de los romanos, pero tampoco quiere morir.
Con cautela asoman en el claro dos guerreros britanos y una mujer. Boergeles afloja la tensión y Boudica suspira con alivio. La mujer la mira con curiosidad. La espada romana, la coraza de malla. Es, sin duda, la reina. Los guerreros la reconocen también. Son icenos y la han visto en varias ocasiones.
-Ya no soy reina de nada –dice
Los recién llegados se miran sin entender. La reina es la reina pase lo que pase. Boergeles mueve la cabeza y pide calma. Ahora de lo que se trata es de salir de allí cuanto antes.
Hay más ruidos en el bosque. Gritos lejanos a veces cuando los romanos dan caza a alguien.
-No pudimos hacer nada, mi reina –se excusa uno de los guerreros-. Ni siquiera nos dejaron acercarnos. Nos mataban antes de llegar hasta ellos.
Boudica asiente. Ella lo ha visto. Estaba allí. Los ha visto morir por docenas. Con todo su número, con toda su fuerza, los britanos apenas han llegado a arañar el muro de hierro romano.
-¿Qué pasará ahora? –pregunta la mujer.
-Habrá escarmientos –responde Boergeles-. Roma no va a perdonar. Se asegurará de que no haya otros levantamientos como el nuestro. Aún no ha dejado de correr la sangre de los britanos.
Hay un punto de reproche hacia la reina. Boergeles quería esperar, pero ella tenía prisa por vengarse. Fue ella el motivo de la rebelión.
Boudica mira con rabia a Boergeles y luego a los demás.
-¿Quieres ver mis cicatrices? ¿Queréis verlas vosotros? ¿Qué querías? ¿Que me quedase quieta? ¿Qué aceptase sumisa los azotes, la humillación y la violación de mis hijas?
-No, mi reina –se excusa Boergeles-, pero quizá tendríamos que haber esperado.
-Ya, ya sé. Tendríamos que haber esperado a tener un ejército como el romano. Teníamos que haber dejado que ellos se confiasen. Me has repetido eso cien veces, Boergeles.
No hay réplica. La reina está cada vez más irritada y recuerda con enfado cómo Boergeles negaba con la cabeza cada vez que arrasaban una hacienda o un poblado, cada vez que se degollaba a todo aquel que pareciese romano y cada vez que se unía un nuevo grupo de guerreros. Él quería deshacerse de los romanos tanto como cualquiera, pero insistía en formar un ejército. Con cada nueva matanza aumentaba el número de los guerreros de Boudica y muchos pensaron que eran imparables. ¿Acaso no habían aniquilado a dos cohortes? Había gritos de venganza y proclamas de libertadtodos los días, pero Boergeles no se engañaba. Muchos venían atraídos sólo por el botín. Y muy pronto toda aquella horda se volvió casi ingobernable.
Boudica era aclamada como reina de los britanos, pero sólo los icenos aceptaban plenamente sus órdenes. Quizá si hubiese escuchado a Boergeles…
-Es hora de irse –dice la reina. No quiere pensar más en eso.
Caminan deprisa intentando no hacer ruido. Es difícil en la espesura. De vez en cuando se escucha algún ruido y se detienen. Tropiezan con algunos britanos más. No han visto romanos en el bosque.
Piensa Boudica que los romanos son listos. Han causado el pánico. Han roto la voluntad de luchar. Las patrullas habrán regresado. Y mientras los vencidos corren en busca de la salvación, ellos se mantienen unidos.
Boudica recuerda el día que llegó aquel mercader. Hablaba de los romanos con una mezcla extraña de pesar y admiración. “Roma vence siempre -decía-. Las guerras acaban cuando Roma decide que han acabado. Y sólo lo decide cuando ha vencido”.
Boudica piensa en los romanos y en un romano en particular. En un centurión al que mantuvo con vida enjaulado. La reina recuerda el desafío constante de aquel sujeto, convertido en poco más que un animal, al que todos los días rajaban las manos para impedirle escapar. La miraba con desprecio mientras lamía la sangre de las heridas recién abiertas. Estaba derrotado, pero no vencido.
-¿Por qué lo mantienes vivo? –había preguntado Boergeles.
-Quiero que al menos uno quede con vida.
-¿Para qué?
-Para que sea testigo de lo que hacemos con Roma.
Boudica recuerda sus palabras y recuerda también que mentía. “¿Dónde estaría ahora? Sus compañeros le curarán las heridas y se recuperará. ¿Y luego? Es un centurión, un legionario. Seguirá siéndolo y pedirá que le dejen ir en busca de esta zorra britana que le ha torturado a diario. Querrá venganza”.
Un sendero se dibuja apenas entre la maleza. Hace tiempo que no se usa. Boudica y los demás le siguen con cautela y llegan a las ruinas de una choza. Se ven señales de un incendio antiguo. No hay techo, pero se refugian en el interior.
-Tendríamos que haber matado al romano –dice Boergeles.
-¿Por qué?
-Porque te conoce, señora. Te ha visto.
-Muchos romanos me han visto.
-Él te ha visto todos los días. Se dará cuenta de que no has muerto. Los romanos te buscarán y él es el único que puede reconocerte. Tendríamos que haberle matado.
La reina mira para otro lado.
-Ahora no hay remedio –dice.
Al amparo de las ruinas, Boudica se despoja de su atavío guerrero. El yelmo se perdió al principio de la batalla. La cota de malla se entierra en el bosque lo mismo que los brazales. Sólo conserva la espada que queda oculta bajo el manto.
Boergeles niega de nuevo con la cabeza. Cree que no hay necesidad de conservar el arma, sobre todo porque Boudica no sabe usarla. La reina no ha luchado nunca en realidad. Su papel ha sido el de alentar a los guerreros, enardecerlos con proclamas contra la tiranía romana. Y lo conseguía.
La recuerda sobre su carro de guerra corriendo de un extremo a otro de la línea britana con aquella espada en alto. Los guerreros se volvían locos. Antes habían emboscado y vencido a dos cohortes. ¿Por qué no iban a vencer ahora?
Antes de la batalla, los hombres hablaban de Boudica con una reverencia casi supersticiosa. Muchos ni siquiera la habían visto de cerca, pero contaban cómo había asaltado aquella ciudad, cómo había pasado a cuchillo a aquellos romanos. Gran parte de aquellas historias eran producto de la imaginación. Boudica no había matado a nadie ni había asaltado ninguna muralla. Pero todo servía para alimentar la leyenda.
“Una leyenda que ha terminado bajo una lluvia de pila -piensa Boergeles. No puede evitar sentir una punzada de rencor-. Boudica ya no es reina de nada”.
Esperar. Esperar. Esa era la clave. Organizar a los icenos como un ejército. Que aprendiesen a luchar en formaciones cerradas. Y una vez logrado, primero, los romanos. Luego… ¿Quién sabe?
Boudica se ha despojado ya de todo cuanto pudiera recordar que era una reina guerrera y se ponen de nuevo en marcha.
Cierra ya la tarde cuando salen todos al camino. Hacia el este se llega a Londinium.
-Tenemos que separarnos –dice Boergeles-. Por pequeño que sea, un grupo llamará la atención de los romanos.
Algunos no quieren, pero admiten que es lo más razonable.
-¿Hacia dónde? –pregunta Boudica una vez a solas con Boergeles.
-No podemos volver a nuestra tierra. Al menos, no ahora.
-Ni ahora ni nunca –sentencia Boudica-. El país de los icenos ha dejado de existir.
Boergeles no dice nada, pero piensa lo mismo. Pronto llegarán allí los romanos. Buscarán a la reina y luego lo arrasarán todo. Luego vendrán más romanos y construirán sus villas y sus fuertes. Lo sabe. Ha estado en Londinium y lo ha visto.
-Vamos al país de los pictos –dice-. Los romanos no nos buscarán allí.
-No. Al norte, no –dice Boudica-. Eso es lo que ellos esperan que haga.
-¿Entonces?
-Vamos a Londinium.
Boergeles no puede creer lo que oye. ¿Londinium? Ese lugar está en ruinas. La hueste de Boudica pasó por allí hace sólo unos días y se encargó de que no quedase nada. Además, lo más probable es que sea allí donde se encuentre el romano aquel.
-Allí no nos buscarán –insiste Boudica.
-Entre Londinium y nosotros hay muchos romanos –dice Boergeles sin dejarse convencer.
-Buscarán a la reina Boudica que huye hacia el norte y por los bosques. Nosotros iremos hacia el este, por los caminos y sin escondernos de nadie. ¿A quién se le iba a ocurrir que fuésemos a esa ciudad?
-Pueden reconocerte, señora.
-Sólo hay un romano que puede reconocerme. Tú mismo lo has dicho.
-Saldrá a buscarte.
-Lo hará –asegura Boudica convencida-, pero no será hoy. Ni mañana.
Duermen al amparo de una roca. Hay humedad en el aire y a Boergeles le cuesta conciliar el sueño. Boudica se envuelve en su manto y cierra los ojos. No ha comido nada en todo el día y siente hambre y frío.
Con cuidado desenvaina la espada romana. Es corta y tiene ese grotesco pomo en el extremo de la empuñadura, como todos los gladios.
Boudica lame la empuñadura y siente el sabor salado y acre del sudor.
Llora y se duerme.
Manuel V. Segarra. Agosto 2010
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Está muy guapo el Boudica, pinta bien. Quizá sea porque hace tiempo que no leo novela pero de ésta me apetece saber cómo sigue. Me da que para abril...que pases de las otras dos novelas y termines ésta.
ResponderEliminar(firmado: El que esta mañana tomaba café contigo hasta que ha llegado Jose)(aclaro que no me he ido por Jose, sino porque tenía que irme).