miércoles, 1 de diciembre de 2010

Quinto Albio Horacio, natural de Illici


Relato publicado originalmente en la revista Retratos Magazine del mes de Noviembre de 2010


Los legionarios dejaron caer el cuerpo sobre la mesa. Pesaba mucho.
El cirujano se acercó y negó varias veces con la cabeza. La herida era fea de verdad. El astil asomaba roto bajo la axila izquierda. El arquero había apuntado bien o había tenido mucha suerte. Una pulgada más a la derecha y la flecha habría rebotado contra las placas de la loriga.
El centurión primipilo entró en el barracón y se encaró con los hombres que habían traído el cuerpo.
-¿Qué ha pasado? –preguntó.
Los legionarios se cuadraron.
-Nos tendieron una emboscada, centurión –respondió uno de ellos-. Los pusimos en fuga, pero siguieron acosándonos con arcos y con piedras. Una de las flechas alcanzó al corniculario.
-¿Y los cofres?
-A salvo.
El primipilo se acercó al cuerpo tendido sobre la mesa. El cirujano trataba de soltar las hebillas de la loriga mientras continuaba negando con la cabeza.
-¿Cómo está?
-Bastante mal –respondió el cirujano-. El astil está casi suelto. Si lo saco dejaré dentro la punta de la flecha.
-¿Puedes extraerla?
-Puedo intentarlo, pero está en muy mal lugar.
-Hazlo –ordenó el primipilo-. Procura que se salve. Es el corniculario Quinto Albio Horacio. Uno de los mejores.
El herido deliraba mientras el cirujano terminaba de quitarle la armadura. Era sencillo, pero con aquella herida en el costado había que ir con cuidado.
Albio Horacio abrió los ojos y trató de incorporarse. Empujó al cirujano con tanta violencia que aquel llamó a dos ayudantes.
-Sujetadlo a la mesa. Que no se mueva. Tú, trae vino. Deprisa.
Quinto Albio Horacio deliraba y llamaba a gritos a Avilia y a Domitila. Sudaba mucho y la herida sangraba entorpeciendo la tarea del cirujano.
-Secadle el sudor. Tú, coge esos paños y ve limpiando la sangre de la herida. Esto es una mierda. Con toda esa sangre no veo nada. ¡Limpia más deprisa!
Cuando le secaban el sudor, el herido dejaba de gritar y comenzaba a murmurar algo incomprensible. A veces se le entendían una o dos palabras. Illice, Hispania y poco más.
-Delira mucho –dijo uno de los ayudantes-. ¿Le damos jugo?
El cirujano negó con la cabeza.
-Mientras pueda aguantar el dolor, no. Y, tal como se encuentra, creo que no va a hacer falta.
El centurión primipilo volvió a entrar.
-El prefecto quiere saber como se encuentra el herido –dijo.
-Bastante mal –respondió el cirujano.
-¿Se salvará?
El cirujano se volvió hacia el centurión. Estaba manchado de sangre hasta los codos, en la cara, en el mandil de cuero. Había sangre en la mesa y en la paja del suelo.
-No lo creo. Dudo que llegue a mañana.
El primipilo negó con la cabeza.
-Haz lo que puedas –dijo antes de salir.
-Ya lo hago.

Quinto Albio Horacio había caído en un sopor inquieto. En un momento de lucidez supo donde se encontraba e hizo esfuerzos para mantenerse despierto. Quiso decirle algo al cirujano, pero aquel insistió en que continuase tumbado sobre la mesa.
En su delirio comenzaron a mezclase imágenes recientes con otras de hacía años; de tres días antes, cuando salió con la escolta que había de traer los haberes de la legión y del momento en el que salió de Illici para incorporarse; de la campaña contra los partos y su acuartelamiento en la frontera del Danubio.
Tenía 16 años cuando se incorporó a las legiones. En Illici abundaban los veteranos licenciados de la V Legión Macedónica a los que se había entregado un lote de tierras de labor. Algunos volvían a marcharse, se enganchaban de nuevo porque no sabían hacer otra cosa que ser soldados. Otros se quedaban y se convertían en labradores. Pero hasta estos parecían añorar sus tiempos de legionario.
-Vida dura y poca paga –decían-, pero es lo mejor que puede ser un auténtico romano.
Quinto Albio Horacio era hijo de Quinto y de Avilia. Su padre había sido tratante de aceite y de garum y logró hacer una pequeña fortuna. Antes fue legionario, pero por poco tiempo. Fue licenciado a causa de una herida en la corva derecha que le hizo cojear el resto de su vida. También tuvo alguna aspiración política que no llegó a cumplirse. Eso sí, acudía al foro cada vez que podía para enterarse de los chismes que venían de Tarraco, de Barcino y hasta de Roma.
Quinto hubiese podido seguir el mismo camino, pero le fascinaban las historias de los veteranos que, de tanto en tanto, llenaban las tabernas y las dos termas de la ciudad. La Vª Macedónica había estado en Judea, aunque muchos de sus antiguos legionarios procedían de la XXª Valeria Victrix, de guarnición en Britania, y de la VIIª Gemina, aquella que había levantado en Hispania el gobernador Galba para luchar contra Nerón, en la frontera del Danubio. Hablaban y hablaban. “Tal legión es más dura que esta otra”. “Los de la Fulminante si son duros de verdad” “Los de la Fulminante no valen una mierda. Los de la Vª, la Macedónica. Esos sí”. Y bebían y contaban encuentros con pueblos bárbaros, con partos que llevan corazas doradas, con germanos que miden como un romano y medio o con pictos pintados de azul. Sin duda exageraciones de veterano con ganas de impresionar, decía el padre de Quinto. Pero él lo había decidido.
Había estado en el foro esa mañana. El emperador Trajano Augusto iba a marchar contra los partos, en el limes oriental. Se incorporaría a las legiones de Trajano.

Quinto Albio Horacio, hijo de Quinto y de Avilia, natural de Illice, descansaba en una litera bajo los efectos del jugo de adormidera de Cyprus. El cirujano no había logrado extraer la punta de flecha dacia. Demasiado profunda y demasiado cercana al corazón. Había tratado tantas heridas que tenía la casi absoluta certeza de que el corniculario no llegaría al día siguiente. Lástima. Decían que era un buen soldado, incluso un héroe. Y debía serlo a juzgar por los premios que mostraba.
Junto a la litera, en un montón, estaban los efectos de Quinto. En la loriga había prendidos dos torques y otros dos discos con leyendas sobre la campaña contra los partos. También le había quitado dos brazaletes de cobre con las iniciales del divino Trajano.
El centurión primipilo volvió a entrar. Fuera estaba oscureciendo. La noticia de la gravedad del corniculario se había extendido. Varios de sus legionarios esperaban en el exterior.
-¿Está mejor?
-No –respondió el cirujano-. No he podido extraer la punta de flecha. Está demasiado profunda. Si lo intento otra vez, morirá. Y si no la saco, también.
-¿Sabes que este hombre tiene el asta pura y la corona áurea? El mismo Adriano Augusto le entregó esos premios.
-Lo entiendo, pero yo no puedo hacer lo que no puedo hacer.
Torques, brazales y discos otorgados por el divino Trajano; el asta pura y la corona áurea del emperador Adriano. Aquel hombre se había distinguido en campaña.

Quinto Albio Horacio luchó contra los partos y se distinguió en combate. Además tener valor, sabía manejarse muy bien con sus compañeros de contubernio. Tanto que el propio emperador Trajano hizo una excepción y le nombró optio a la vez que le hacía entrega de los torques, los brazales y los discos en una ceremonia que tuvo lugar bajo el águila de la legión en el mismo campamento. Luego acabó la guerra pártica y su legión, la XXVª, pasó a llamarse “Vencedora”. Después de un tiempo en el limes oriental, la “Vencedora” fue trasladada a la frontera del Danubio. Tiempo de tranquilidad apenas truncado de vez en cuando por el asalto de los dacios rebeldes a alguna patrulla o a alguna hacienda aislada.
Pasados dieciséis años, Quinto recibió la Honesta Missio, junto con un lote de tierra cercano a la frontera con Germania. No tardó en venderlo. No era un agricultor, pero si tenía que serlo, de ningún modo en la frontera.
Regresó a Hispania, a Illici. Tres años antes, Quinto Albio Maior, su padre, había muerto bajo las ruedas de un carro en el camino que conduce hasta el Portus.

Deliraba de nuevo y llamaba a Avilia y a Domitila. Avilia Soteris, su madre, y Domitila, la mujer que no llegó a ser su esposa.
El primipilo miró con reprobación al cirujano.
-Dale más adormidera –dijo.
-¿Para qué? Este hombre no se salvará y el jugo es escaso y caro. En mejor reservarlo para los heridos que puedan necesitarlo de verdad.
Quinto deliraba y hacía un amago de cuadrarse. El emperador Adriano estaba frente a él y sostenía con las dos manos, a punto de entregársela, la corona áurea.
-Dale adormidera –insistía el primipilo.
El cirujano negó con la cabeza.
-Habrá muerto antes del amanecer –dijo-. No merece la pena.
-Intenta algo. Lo que sea.
-Ya he hecho todo lo que se podía hacer.

Quinto Albio Horacio pasó muy poco tiempo en Illice. No encontraba su lugar en la ciudad. La recordaba mucho más grande. Cierto que ahí estaban las dos termas, la basílica y el templo de Juno, el foro, las villas que aprovechaban los restos de la antigua muralla… pero todo parecía mucho más pequeño, mucho más provinciano que en sus recuerdos.
Arregló los asuntos y las deudas de su padre que aún quedaban por saldar y anunció a Avilia que se marchaba de nuevo. Pero esta vez, ella le acompañaría.
Con los haberes que aún le restaban adquirió una parcela a la sombra de los Apeninos, cerca de Tiferno. Pero Quinto no era agricultor. No sabía serlo.
El nuevo emperador, César Trajano Adriano Augusto, estaba reclutando legiones nuevas. Los pictos del norte de Britania esta vez. Y Quinto volvió a engancharse por otros dieciséis años promocionado a corniculario del prefecto.

-Los pictos no son un ejército como los partos. Son unos vulgares salteadores –decía el primipilo-. Se pintan de azul y atacan de noche o desde la espesura. En una batalla no tendrían nada que hacer contra una sola de nuestras legiones.
El cirujano asentía. Sentado en un taburete de cuero miraba a Quinto esperando que muriese de un momento a otro.
-Este hombre salvó la vida a muchos de sus compañeros. A muchos –seguía el primipilo-. No tendría que morir de esta manera.
-Soy cirujano. He visto morir a muchos buenos legionarios.
-Pero éste tiene la corona áurea. Se la entregó el mismo emperador después de haber defendido una puerta prácticamente solo.
Quinto tenía cicatrices en el pecho, en los brazos y en el rostro. Marcas de encuentros con los partos de oriente, con los dacios del norte y con los pictos de Britania.

La legión regresó al Danubio, a su antiguo acuartelamiento. Los dacios continuaban tan levantiscos como siempre. Pequeñas partidas que no hacían demasiado daño hasta que uno de aquellos grupos atacó los carros de suministro. Y en aquellos carros estaban también los cofres con los haberes de los legionarios.
A partir de ese momento, Quinto Albio Horacio se encargó personalmente de la escolta de los carros que llegaban el mes de Marte y el Décimo. Y el día anterior, a sólo unas horas del acuartelamiento, una flecha dacia le había atravesado el costado.

Avilia Soteris, en las cercanías de Tiferno, recibió la noticia diez días después.
Avilia Soteris guardó el luto correspondiente y encargó una lápida a la memoria de su hijo Quinto Albio Horacio.



La inscripción de Tiferno de l’Umbria

Dice Alejandro Ramos Falques en su Historia de Elche que en Tiferno de la Umbría, en Italia, fue descubierta una inscripción que, traducida del latín, dice:

“A Quinto Albio Horacio, hijo de Quinto, natural de Illici, corniculario del prefecto de la Legión XXV Vencedora, que recibió del divino Trajano Augusto las condecoraciones de collares, brazaletes y guarniciones, por sus méritos en la guerra contra los partos, y del emperador Cesar Trajano Adriano Augusto, un asta pura y la Corona Áurea.
Avilia Soteris puso esta memoria a su hijo bonísimo y piadosísismo en el lugar decretado por los decuriones”.


La inscripción, aunque hallada fuera de Elche, habla de un hijo de esta ciudad, el primero del que se conocen nombre y apellidos, veterano de las legiones y, además, un auténtico héroe de guerra. Los collares a los que se refiere la inscripción -torques- y, sobre todo, el asta pura -una punta de lanza de plata- y la Corona Áurea no eran concedidas más que en situaciones de valor extremo.
Se puede suponer que Quinto Albio Horacio era un auténtico veterano que habría ido ascendiendo por méritos contraídos en combate. De hecho, según reza la inscripción, era corniculario, lo que, traducido un poco a la diabla vendría a ser algo así como sargento primero.
A la vista de ascensos y condecoraciones, habría podido seguir ascendiendo hasta centurión primus pilus. No pudo ser así, hay que suponerlo, porque, a pesar de su veteranía y de su valor, debió morir en combate y relativamente joven. De hecho es su madre Avilia quien manda colocar la inscripción a la memoria de su hijo bonísimo y piadosísimo. Cierto que es mucho suponer, pero cabría la posibilidad de que la Corona Áurea, una especie de Medalla al Mérito Militar con distintivo rojo de la actualidad, le fuese concedida por valor extremo en combate.
El relato anterior es pura ficción; un simple ejercicio de imaginación. Ha sido, sencillamente, tratar de imaginar cómo pudo haber sido la vida de Quinto Albio Horacio. Nada se conoce en realidad de la vida de este hombre. Sólo se pueden aventurar algunos trazos en base a la inscripción de Tiferno. Pero, sea como fuere, es, al menos hasta el momento, el primer ilicitano del que se conoce como cierta su identidad.

Manuel V. Segarra Noviembre 2010

1 comentario:

  1. Bien Manolo por acordarte de Q Albio Horacio, pero no se lo digas a nadie, en la inscripción de Tiferno, actual Civita Castellana (perdida en la actualidad) debía decir en lugar de ILLICI, FELICI y en vez de LEG·XXV·V, LEG·XX·VV (legión XX Valeriae Victricis) la XXV nunca existió. La inscripción fue mal transcrita y en el Corpus Inscriptorum Latinorum XI, 3108 lo deja claro, además hay otras lápidas de su familia (Felix) como la CIL XL, 3209. Salve.

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