miércoles, 12 de enero de 2011

Boudica III


La sombra del cuervo

Boudica Deambula de un lado a otro sin saber dónde ir ni dónde mirar. Hay escombros por todos lados. Los mismo escombros que causó su horda al pasar por Londinium no hace tanto tiempo. Hay escombros, restos calcinados, hedor a excrementos, a orines, a carne en descomposición.
Hace apenas veinte días, el lugar por el que deambula Boudica de los icenos, Boudica de Britania la llamaban muchos, era un lugar animado por el comercio. Era una ciudad rodeada de villas romanas comparables a las de Italia. Ahora es una ruina.
Mataron poco los guerreros de Boudica en Londinium. Suetonio Paulino había hecho evacuar la ciudad poco antes de la llegada de los britanos. Aún así hubo mucha sangre, incendios y saqueos. Quizá si aquello no se hubiese producido ahora la reina de los icenos no deambularía de un lado a otro, ni iría vestida de harapos, ni tendría los pies llagados, ni el cabello parecería de esparto.
Dos días enteros, o quizá más, estuvieron los britanos saqueando Londinium. Era una ciudad grande. Dos días que, sin pretenderlo, dieron de ventaja a los romanos que huían. Suetonio Paulino pudo reunirse con sus legionarios y elegir el terreno que más le convenía para presentar batalla. Si no se hubiese saqueado Londinium, Boudica habría dado alcance al romano y ahora aquel estaría muerto y ella seguiría siendo la reina de los britanos.
Boergeles la mira con un gesto que quiere ser de resignación, pero que se parece al desprecio. Más de una vez ha pensado en abandonar a Boudica. Lleva días pensándolo. Aún no sabe qué es lo que se lo impide. Tal vez la certeza de saber que, sin él, ella ya habría muerto.
Hace doce días que llegaron a Londinium. No hay nada para comer. No hay dónde cobijarse. Durante el día se puede estar al raso, pero las noches son una tortura. Trataron de ocupar las ruinas de una villa que aún conservaba el techo, pero les echaron otros que habían llegado antes. Algo más lejos, Boergeles encontró otro lugar más o menos habitable. Cuatro paredes con algo de techumbre nada más.
Boudica rebuscaba entre la basura tratando de encontrar algo, cualquier cosa, que pudiera servir. A veces podían encender fuego y eso aliviaba un poco. Pero Boergeles estaba harto de casi todo. Estaba harto de vivir como una fiera, de tener que defender a palos lo poco que encontraba para comer, de tener que robar a otros un gato o una rata para tener algo que llevarse a la boca. Pero, sobre todo, estaba harto de Boudica. Harto de cederle el rincón más resguardado, de verla caminar como si estuviese ida, de escuchar sus sollozos cada noche. Boergeles era un guerrero iceno. Lo seguía siendo a pesar de todo y esperaba de la reina la misma actitud.
Pero Boudica se había abandonado.
Sus últimos destellos de majestad se apagaron dos días atrás cuando se quedó tirada en el suelo, llorando como una niña, mientras otra mujer le robaba su ropa. Boudica tenía una espada romana y la ladrona sólo llevaba un palo. ¿Por qué no se había defendido? Boergeles la encontró encogida entre los escombros llorando y meándose de miedo mientras aferraba contra el cuerpo la espada que no se había atrevido a usar. Apartó la mirada. ¿Esa era la reina guerrera que había desafiado a Roma?
De aquella no queda nada. Boudica se ha convertido en un despojo sollozante.
Borgeles dejó a Boudica donde estaba y desapareció. Regresó poco después con unos harapos negros manchados de sangre fresca y se los dio. Ella se cubrió sin preguntar y sin dar las gracias y regresó con paso vacilante hasta la seguridad precaria de su refugio.
Ahora se cubre hasta la cabeza y tiene la mirada huidiza. Cualquier ruido la sobresalta. Tiene miedo. Pero sigue aferrándose a la espada de aquel romano como si se tratase de una reliquia familiar.
De vez en cuando pasa alguna patrulla. Los legionarios son los mismos que derrotaron a los britanos días atrás. Boergeles los reconoce por el motivo que llevan pintado en los escudos y por las siglas LEG•XX•VV. Miran hacia todos lados con indiferencia aunque, a veces, hay alguno que se compadece de la miseria que ve a su alrededor. Boudica procura mantenerse lo más oculta posible, pero Boergeles se mantiene bien a la vista. Es la mejor manera de pasar desapercibido. Sin duda los romanos piensan que él y esa mujer sollozante son víctimas de la horda britana que asoló Londinium. Los legionarios no se ocupan de ellos. Pero hay que tener mucho más cuidado con los auxiliares. Hay hispanos que parecen desconfiar de todo, que entornan los ojos ante cualquiera que tenga el cabello amarillo o rojo. Los romanos no prestan apenas atención a los miserables que deambulan entre las ruinas, pero los hispanos inquietan, atemorizan.
Un legionario ha dicho que la reina Boudica ha muerto. No han encontrado su cadáver, pero algunos britanos han confesado bajo tortura que la reina se suicidó al ver la batalla perdida y que ha sido enterrada en un lugar secreto con todo el botín acumulado en la revuelta. Los romanos buscan el sitio, pero no logran arrancar nada más. Nadie dice dónde está enterrada. En lugar secreto al este.
Dicen que Suetonio Paulino ha destacado un gran número de legionarios para que encuentren la tumba de la reina, que ha mandado torturar a todo el que pudiera saber algo, pero no ha logrado nada.
-Eso nos favorece –dice Boergeles-. Nadie nos buscará aquí.
Boudica asiente sin saber qué añadir. Piensa que no le importa nada, pero, inmediatamente después, piensa que no quiere morir. Sólo desea alejarse de allí, tener tranquilidad, comer todos los días y poder orinar sin los ojos de Boergeles pegados a su espalda.

Boudica se ha alejado un poco y vuelve aterrorizada. Se acurruca en un rincón y se cubre la cabeza. Boergeles se ha acostumbrado ya a sus miedos. ¿Qué es esta vez? ¿Una rata? ¿Un niño con un palo? Mejor que sea una rata. Así podrá cazarla y tendrán algo para comer.
-¿Qué has visto? –pregunta.
-Está aquí –responde ella después de un instante interminable.
-¿Quién está aquí?
Boudica tarda aún más en responder. Mira la espada que continúa aferrando contra si y dice finalmente:
-Él.
-¿Él?
-El romano –responde Boudica-. Lo he visto. Viene a por mí.
Boergeles niega con la cabeza. Piensa que Boudica delira. Lleva dos días así. Se queda mirando al cielo, enlaza los dedos y recorre las paredes moviendo las manos como si fuesen alas a la vez que recita una especie de letanía. Mete los dedos en la ceniza y dibuja en pájaros negros en los rincones, en los huecos, junto a la puerta.
-Es el cuervo –dice-. Nos protege
El cuervo era uno de los emblemas de los icenos.
-Si hubiese algún cuervo ya nos lo habríamos comido.
-No, no podemos comernos al cuervo –replica Boudica.
“No podemos porque no hay”, piensa Boergeles mientras acaricia las aristas de una piedra que lleva en la mano. En los últimos días ha desarrollado una gran habilidad y ha mejorado mucho en puntería. A cincuenta pasos es capaz de acertarle a lo que sea. “Que venga algún cuervo, o alguna rata, o lo que sea”.
Boudica se encoge aún más y aprieta la espada casi con desesperación.
-Está aquí y ha venido a matarme.
Boergeles se encoge de hombros y empieza a marcharse.
-¿Dónde vas?
-A buscar algo para comer.
-No me dejes aquí. El romano va a venir.
-Entonces voy a buscarlo yo –replica Boergeles-. Lo mataré y ya no te buscará más.
Se marcha y se pregunta por qué continúa junto a esa mujer que ya no es nada. Ya no le queda un ápice de la lealtad que sentía por la reina. Ni siquiera le queda compasión. Y no sabe qué responder.
Boudica se desentiende y mete los dedos en la ceniza. Se pone a dibujar otro pájaro negro en la pared.

Cayo Flaminio Cota mira hacia todos lados. Contempla la destrucción y procura no hacer caso de los ruegos y las lamentaciones de quienes se le acercan. No insisten mucho. Se marchan rápido al comprobar que Cota es un legionario. Y un legionario que pasa muy rápido de la indiferencia a la ira. Y es que Cayo Flaminio Cota está enfadado. Lleva así varios días.
Viste de paisano, pero no hay atuendo civil capaz de disimular treinta años en las legiones. Además, las sandalias claveteadas, el manto negro y, sobre todo, el gladio en el costado izquierdo anuncian desde lejos su condición de soldado de Roma. Hasta el corte de pelo y la barba afeitada dicen que es legionario.
Acaba de dejar el campamento que la XXª ha montado en las afueras de Londinium. Ha sanado ya de los tajos en las palmas de las manos, pero aún lleva la derecha firmemente vendada. No quiere que se abra la herida si tiene que usar la espada. Y todo apunta a que va a tener que hacerlo más de una vez.
-¿Te marchas ya? –preguntaba Vegecio Léntulo. Ha compartido su tienda con Cota estos últimos días.
-Me reincorporo a la IXª. Gracias por todo, Léntulo.
-Ten mucho cuidado, Cota. Aún hay muchas partidas de britanos armados en los bosques.
Después de la batalla, el vencedor, Suetonio Paulino, decretó una especie de cacería general. Derrotar a la horda de Boudica, y más aún en condiciones tan adversas, había sido todo un triunfo. Pero ahora había que hacer desaparecer cualquier intención britana de volver a alzarse contra Roma.
Llegó el corniculario. Suetonio Paulino ordenaba a Cota que se presentase.
Cayo Flaminio Cota camina entre los cascote y recuerda las órdenes.
-No te incorporas aún –dijo Suetonio Paulino.
-Mi sitio está en la IXª.
-Tu sitio está donde yo ordene.
Cayo Flaminio Cota se cuadra. Es un legionario.
-Busca a la reina Boudica.
-Dicen que ha muerto.
-Eso dicen –asiente Suetonio Paulino-, pero lo creeré cuando vea su cadáver. Búscala, Cota. Encuéntrala. Tienes mi permiso para hacer lo que creas conveniente. Lo que sea.
-¿Y si es cierto que ha muerto?
-Entonces, tráeme su cabeza.
Cayo Flaminio Cota es el único romano que puede reconocer a Boudica. Lo sabe. Apenas estuvo en condiciones de hablar, le pidieron que describiese a la reina de los icenos. Le llevaron varias mujeres que se parecían algo; en el pelo, en los pómulos, en el color de los ojos… Le trajeron también un saco con cabezas. Una llamó su atención. Era como Boudica, pero mucho más joven.
-Ve a Londinium, al país de los pictos o donde sea –dijo Suetonio Paulino-, pero tráeme a la reina Boudica.
Recibió una bolsa con dinero y un salvoconducto de plomo que decía que Cayo Flaminio Cota sólo respondía ante el gobernador de Britania, Suetonio Paulino.
-No te preocupes por la IXª. Ya he mandado un correo advirtiendo que estás vivo y exclusivamente a mis órdenes.
Cota tiene poder para hacer lo que sea con tal de encontrar a Boudica. Piensa en eso mientras come un trozo de queso sentado en los restos de lo que antes fue un muro. Es el único que puede reconocerla. El procurador Cato Deciano, también, pero ese está ya muy lejos de Britania. Dicen que fue él el causante de la revuelta y dicen también que fue el primero en escapar como una rata cuando las cosas se pusieron feas. Por lo visto se encuentra en la Galia.
A Cayo Flaminio Cota le dan ganas de buscar al procurador y matarlo. Cota es un soldado. Lo ha sido toda su vida y es tan rapaz con el botín como cualquier otro. Siente pocos escrúpulos, siempre y cuando sea tras un combate. Pero si es cierto lo que se cuenta de Deciano… Mientras come, piensa en cómo matará al procurador. Quizá le haga tragar una a una todas las monedas que lleve encima y luego le abrirá el vientre. Eso estaría bien.
En cuanto a Boudica, Cota se da cuenta de que no siente rencor hacia ella. Al fin y al cabo sólo hacía lo que tenía que hacer y, después de todo, le dejó con vida.
Todos, salvo Cato Deciano, hicieron lo que tenían que hacer. Los sometidos tienen el derecho a rebelarse, como hicieron los icenos, y las legiones tienen el deber de sofocar la rebelión.
El propio Cayo Flaminio Cota se sorprende de sus pensamientos mientras se alza y mira a un grupo que se ha formado cerca. Le han visto comer. Cota se ajusta el gladio para que aquellos vean que va armado. Son bastantes, pero no se mueven. Al menos por el momento. Habrá que ir con mucho cuidado.
Ayer se cruzó con una patrulla de équites de la XXª. Llevaban varios días recorriendo caminos a la caza de britanos que hubieran podido tomar parte en la revuelta. Les preguntó y se dio cuenta de que no sabían nada.
-Hemos cazado a muchos –decía el decurión-. Lo menos a dos docenas. Pero aún quedan en los bosques.
Cota preguntó por Boudica.
-Ha muerto –aseguró el decurión-. Los britanos dicen que se suicidó después de la batalla, pero no es verdad. La capturó un centurión de la IXª y luego le cortó la cabeza.
Cota sonríe.
-¿De la IXª? –pregunta-. ¿No ha sido la XXª la que ha derrotado a los britanos?
-Así es –asiente con orgullo el decurión-. Pero ese centurión había caído prisionero en una emboscada. Después de la batalla lo liberaron y fue a buscar a la reina. Encontró a esa puta britana fornicando debajo de un carro mientras nosotros matábamos a los suyos. Con un pilum, el centurión atravesó a Boudica. Luego le cortó la cabeza.
-¿Cómo sabes todo eso?
-Lo sabe toda la legión. Ese centurión había sido torturado, pero aún le quedaron fuerzas para buscarla y cortarle la cabeza. A ella y al que estaba con ella. Algunos aseguran que era su propio hijo. La llamaban reina, pero era sólo una puta incestuosa. Eso era.
Cota se despidió de los jinetes y siguió su camino. Continuaba sonriendo al ver cómo había cambiado su historia. Durante un instante estuvo tentado de decirle al decurión quien era, pero se contuvo. ¿Para qué? Con toda seguridad abría unos cuantos relatos similares que se irían modificando de uno a otro. Y seguro que si aquel decurión volviese a contar lo que sabía, lo que creía saber, añadiría más detalles. Cuanto más sórdidos, mejor.
Continúa caminando entre las ruinas, atento al grupo que va unos cuantos pasos detrás ya sin ningún disimulo. Ha sido una mala idea ponerse a comer tan cerca de aquellos desgraciados.
Cayo Flaminio Cota observa que hay uno que parece mantenerse un poco apartado. Se envuelve en una especie de saco rotoso y cojea de un modo que se le antoja un poco forzado. Tiene el pelo muy claro y aparta la mirada cuando se da cuenta de que Cota se ha fijado en él.
El grupo aumenta. De seguir así, pronto serán los suficientes para perder el miedo y resultará muy complicado librarse de ellos.
Cota se detiene y también lo hacen quienes le siguen. Ya está bien. Hay que acabar cuanto antes. Se gira y avanza resuelto hacia ellos. Hay asombro. No esperaban esa reacción. A dos pasos de distancia, desenvaina el gladio y asesta un tajo al más cercano. El golpe ha sido tan fulminante que apenas se ha visto. Sus perseguidores van armados con palos y piedras, pero no aciertan a reaccionar y Cota hunde la espada en el vientre de otro, poco más que un chiquillo, ataviado con los restos de una toga. Con esta segunda muerte cunde el pánico y el grupo se deshace en todas direcciones. Sólo permanece el cojo vestido de saco que se ha alejado un poco y parece jugar con una piedra que lleva en la mano.


Boudica está nerviosa. Hace mucho rato que se marchó Boergeles y no ha regresado. No hay nada para comer, no hay nada para hacer fuego.
Se sienta pensando que le gustaría darse un baño, deshacer la maraña de esparto en la que se ha convertido su pelo, quitarse de encima el hedor a orines, a humo, a rancio. Mira las paredes llenas de pájaros negros, de cuervos dibujados con ceniza, y se dice que ya no significan nada. ¿Y si Boergeles se ha hartado y la ha abandonado?
Boudica oye un ruido muy cerca y alza la vista. Frente a ella, con la espada desenvainada y goteando sangre, está el romano.

Manuel V. Segarra
Enero 2011

2 comentarios:

  1. Voy por la mitad, es lo que más me gusta de lo que te he leído hasta ahora pero creo (estoy seguro, lo de creo es por no quedar pedante) que sobran las fotos.
    Estas imágenes te sacan de la historia, son demasiado actuales, además Boudica parece una actriz amateur en una obra de teatro de bajo presupuesto. En definitiva, están muy por debajo del texto; y lo arrastran con ellas.
    Déjanos a los lectores que nos compongamos a nuestra propia Boudica y no nos obligues a ver las brumosas colinas de Britania, sus amplísimos pastos y las ruinas de Londinium en rojos y negros de cámara digital.
    El texto merece más, mucho más. Y puesto que Doré ya no dibuja mejor que sea sin ilustraciones.
    (el de la bitulia)

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