La zorra britana
Boudica siente que no puede dar un paso más. Parece que las rodillas van a desmontarse de un momento a otro y tiene los pies hinchados y a punto de llagarse. El dogal le ha hecho una escocedura en el cuello que quema con cada movimiento. Pero lo peor es el pómulo. Creyó que le estallaba la cabeza cuando el romano le cruzó la cara.
Apareció de repente, con la espada goteando sangre en la derecha y con el brazalete de hierro de Boergeles en la izquierda. Boergeles estaba muerto. Sólo así habría consentido en que le arrebatasen el emblema familiar.
El romano se acercó a Boudica y dejó caer el brazalete. Luego señaló el gladio que ella aún aferraba contra sí y dijo:
-Esa espada es mía.
Boudica no escuchó más. El romano le cruzó el rostro y se manchó la mano con la sangre que brotó de la nariz y la boca.
No sabe cómo pudo mantenerse en pie, ni cómo evitó llevarse la mano a la mejilla encendida por el golpe. Dio varios pasos a punto de desplomarse, pero se recuperó. No sabe cómo. Un instante después, ella misma tendía la espada al romano.
Cayo Flaminio Cota se quedó desconcertado. Había dado el golpe con toda la intención de hacer daño; todo el daño posible. Quería ver a aquella zorra britana arrastrándose, pero ella había aguantado. Y aún se sorprendió más cuando Boudica le tendió la espada como si se la hubiese estado guardando todo ese tiempo.
Cota hubiese querido que Boudica cayese al suelo o que se rebelase y tratase de golpearle o de escapar. Pero no hacía nada de eso. Trataba de contener las lágrimas a la vez que le devolvía la espada. Se sorprendió a sí mismo al escucharse.
-Tengo órdenes.
Sonaba como una excusa y se arrepintió al instante de lo que había dicho. ¿Por qué daba explicaciones? Cayo Flaminio Cota sólo respondía ante el gobernador Suetonio Paulino.
Tomó la espada de un tirón y la colgó del hombro. Señaló un rincón.
Boudica fue hasta allí y se hizo un ovillo.
-Tengo que llevarte ante Suetonio Paulino –ya no sonaba a excusa. Cota le informaba de lo que le esperaba-. Tengo que llevarte con vida o presentarle tu cabeza.
La antigua reina de los icenos asiente con levedad.
-Puede que no quiera ir –dice en un susurro.
-Yo tampoco querría –admite el romano mientras rebusca en el morral-. Come.
Boudica apenas puede dar un paso más. El pie derecho ha comenzado a sangrar y cojea. Recuerda al romano tendiéndole un trozo del pan negro que comen los legionarios. Y recuerda también cómo aquel, después de pensarlo un instante, escupió sobre el mendrugo.
La rozadura del dogal lleva camino de convertirse en una llaga, pero eso no le impide sonreír levemente cuando piensa en la expresión del romano. A lo mejor era producto del hambre, del delirio o del dolor en el pómulo, pero Boudica está dispuesta a asegurar que, inmediatamente después de haber escupido, Cota se había arrepentido.
Y más que el hambre, ese gesto hizo que cogiese el pedazo de pan negro y comenzase a comerlo.
-Descansaremos ahí –anuncia Cota señalando una construcción en ruinas a la derecha del camino.
Boudica se mira los pies y se toca la rozadura del cuello. El romano le ha quitado el dogal y ha observado la piel enrojecida durante un instante. ¿Para qué más? En el mejor de los casos, la mujer sólo vivirá el tiempo suficiente para ser exhibida en el triunfo que, sin duda, darán en Roma a Suetonio Paulino. Aunque lo más probable es que su cabeza termine clavada en la punta de una lanza. Da lo mismo que llegue entera o a pedazos.
Cota saca más comida del morral. Le da otro trozo de pan negro y un pedazo de queso. También le tiende la cantimplora con agua ligeramente avinagrada. Boudica come y bebe en silencio y mira de vez en cuando al romano.
-¿Estamos muy lejos? –pregunta.
-Cuanto más lejos, más tiempo vivirás –responde Cayo Flaminio Cota.
-¿Y cuánto es eso?
El romano la mira directamente. Es la primera vez desde que salieron de Londinum.
-Suetonio Paulino se mueve mucho y muy deprisa. Está ocupado dando caza a la chusma que te acompañaba.
Asiente Boudica y vuelve al silencio. Está oscureciendo, pero el romano no enciende fuego. Es posible que no quiera que nadie sepa que están ahí.
Amanece y Boudica abre los ojos. Huele a algo familiar y nota picor en la nariz. Está cubierta hasta los ojos con una manta de legionario áspera como la madera. El romano ha encendido fuego. Sin palabras, le tiende un trozo de pan que humea y le señala la cantimplora de agua avinagrada.
Se levanta y no puede reprimir un gemido. Los pies le duelen lo mismo que si los tuviese ardiendo. No puede dar un paso y vuelve a sentarse despacio.
La vejiga está a punto de reventar. Aguanta hasta que no puede más y trata de alzarse de nuevo. Cota la mira con un punto de interés. Ella se lleva una mano al vientre y suplica con la mirada.
El rostro del romano se vuelve inexpresivo, tanto como siempre, pero, después de un momento, se alza y se aleja unos pasos.
Boudica llora. Piensa en todo lo que le ha pasado más que en lo que tiene que pasarle. Ella era reina.
Cota tarda más de la cuenta. Se ha acercado hasta el camino, no por necesidad si no para dar a Boudica el tiempo necesario. Regresa y anuncia.
-Nos quedaremos aquí hoy. No quiero tener que cargar contigo. Mañana nos pondremos otra vez en marcha.
Por el camino se oyen voces en latín. Cota se asoma y ve a dos jinetes. Son auxiliares de la turma urbana de Londinum. Han visto el humo y se acercan con un punto de recelo.
Cayo Flaminio Cota maldice su idea de encender fuego. Quiere pasar lo más desapercibido posible, pero ya no hay remedio.
Los jinetes se acercan y miran desde lo alto de sus monturas. Boudica se encoge tratando de no llamar la atención, pero los auxiliares no le quitan la vista de encima.
-¿Qué hacéis aquí? –pregunta uno.
-Descansar –responde Cota.
-¿Y eso? –pregunta el mismo señalando a Boudica.
-Una zorra britana que me he agenciado.
-Tendrás que darle un buen baño –ríe el auxiliar tapándose la nariz-. Apesta.
El otro jinete mira a la mujer y luego a Cota.
-Eres legionario, ¿no? –pregunta.
Es evidente. Cayo Flaminio Cota asiente con un gesto. No quiere dar explicaciones.
-¿De qué legión? –insiste el auxiliar.
-De la IX Hispana –responde Cota de mala gana.
-¿No estás muy lejos del castro de la IX?
No quiere dar explicaciones, pero no queda más remedio.
-Soy Cayo Flaminio Cota. Centurión pilus prior de la IX Legión Hispana.
Uno de los jinetes se yergue impresionado. El otro permanece impasible y dice:
-Aún así, centurión, si es que lo eres, estás muy lejos de tu castro.
El tono ofende. Cota se lleva la mano al gladio que pende de su costado y da dos pasos hacia el otro.
-Escucha bien, auxiliar de mierda. Estás delante de un centurión de la IX. Y este centurión va a hacer que estés meando sangre hasta que la Luna se vuelva verde. Tu nombre.
-Centurión…
-¡Tu nombre y tu unidad!
-Centurión –intercede el otro auxiliar-, no dudamos. Pero es que nos han advertido que hay algunos desertores… No, no pensamos que tú seas uno de ellos, pero tenemos órdenes.
Cota se tranquiliza un punto y asiente. Es consciente de que su presencia, tan lejos de su legión, es extraña. Y aún lo es más en compañía de una mujer.
-Yo también tengo órdenes. Órdenes directas del gobernador Suetonio Paulino.
El auxiliar desciende de su montura.
-Centurión, no dudamos de tu palabra –dice-, pero ¿qué debemos decir cuando regresemos?
-De acuerdo –admite Cota-. En el morral llevo las tablillas con el sello del gobernador.
Desde su rincón, Boudica observa la escena con ansiedad creciente. El más insolente de los auxiliares, sin bajar del caballo, se ha acercado unos pasos y la mira con insistencia. Sin quitarle los ojos de encima, dice dirigiéndose a Cota:
-¿De dónde has sacado a esta, centurión?
Cayo Flaminio Cota se gira. No le gusta que aquel no haya desmontado, no le gusta la presencia de aquellos dos, no le gusta dar explicaciones y, sobre todo, no le gusta el tono.
-Baja del caballo –ordena.
-Centurión –replica el auxiliar-, sabes perfectamente que si uno de la patrulla ha desmontado, el otro debe permanecer a caballo.
-Baja del caballo y dame tu nombre. Ahora.
De nuevo sube la tensión. Cota se ha desentendido de su morral y va directo al soldado que permanece montado. El otro trata de ser conciliador.
-Deja de hacer el idiota, Fabio –dice.
-Espera, espera. Ya sé quién es esta zorra britana. Es Boudica. Es la zorra de los icenos.
El auxiliar se olvida del centurión que va hacia él y desmonta de un salto. Cota desenvaina directamente.
-Quieto donde estás –ordena.
-Centurión –insiste el otro-, es Boudica de los icenos. La conozco.
-Boudica murió –dice su compañero.
-Eso es lo que dicen, pero nadie ha encontrado su cadáver. Es esta. Centurión, esta mujer es Boudica de los icenos. Estamos de suerte. El gobernador ofrece una recompensa por su cabeza.
-¿Cómo sabes que es Boudica? –pregunta el otro auxiliar.
-La conozco bien. Yo formaba parte de la escolta de Cato Deciano. Quítale esos andrajos y verás las marcas del látigo. ¿Te acuerdas mí, zorra britana? ¿Y tus hijas? ¿Han parido ya sus bastardos?
A Cota empieza a hervirle la sangre. Así que era cierto.
-Estamos de suerte, centurión. Vamos a ganar mucho dinero. Ni siquiera tenemos que llevarla viva. Bastará con su cabeza.
-No vamos a ganar nada –dice Cayo Flaminio Cota.
-¿Es que quieres toda la recompensa para ti?
-Ni vamos a ganar nada, ni esta mujer es quien dices. ¿Está claro, Fabio auxiliar de mierda?
Cota habla con la espada por delante. Los otros reculan unos pasos. El más insolente se lleva la mano a la empuñadura.
-Ya sé lo que pasa, centurión o lo que seas. Quieres el dinero para ti solo.
-Vamos a calmarnos. Centurión, si esa mujer es quien dice mi compañero, nuestro deber es entregarla al gobernador.
-He dicho que no es Boudica.
-Pues yo digo que sí. La tuve muy cerca. A mí no me engañas.
-Aleja la mano de la empuñadura o te quedarás sin ella.
Cota es un veterano y sabe que el otro no va a obedecer. Va a matarlo. Y será una muerte que no podrá justificar aunque las tablillas digan que sólo tiene que responder ante Suetonio Paulino. Tendrá que matarlos a los dos.
Boudica se sobresalta cuando cae ante ella un antebrazo con una espada aún asida en la mano. Escucha un aullido prolongado que se mezcla con varios golpes de metal contra metal. Todo es turbio. Uno de los caballos se espanta y se aleja. Uno de los hombres está de rodillas y se lleva la mano al vientre tratando de contener la sangre que sale a borbotones. A su lado, en el suelo, hay otra espada. El hombre cae con los ojos y la boca muy abiertos.
El aullido ha cesado y Boudica escucha gruñidos y maldiciones.
Cota se acerca. El gladio gotea sangre y hay sangre también en la túnica y en el rostro. La mujer no se mueve cuando el romano se coloca detrás de ella y descubre su espalda. Hay marcas de flagelo. Son inconfundibles; estrechos verdugones que acaban en cicatrices redondas, allí donde las bolas de plomo se han incrustado en la carne.
Boudica vuelve a cubrirse mientras Cota se sienta encima de los restos de una pared. No dice nada y mira los cadáveres de los auxiliares.
La mujer fue azotada, piensa, y tal vez uno de aquellos mereciera morir. Sólo uno, pero ¿cómo dejar con vida al otro? ¿Por qué ha matado a esos dos hombres? Boudica era quien ordenaba que le abriesen todos los días las heridas de las manos. ¿Qué importa que fuese azotada? Mandó que le torturasen todos los días y ahora él ha matado a dos romanos que…
Boudica mira a Cota un instante. No sabe por qué, pero siente la necesidad de decir algo. No dice nada. Se acurruca aún más y esconde la cabeza entre los brazos.
Manuel V. Segarra. Marzo 2011.
jueves, 3 de marzo de 2011
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