lunes, 14 de marzo de 2011
Días de salsa china I.b
La plaza de los aligustres y los dos años
Marola resultaba ser tan encantadora como Cardo había intuido. Algo completamente nuevo. Escuchaba, hablaba, era atenta, graciosa… Era un tópico, pero hasta ese momento no había conocido a nadie como ella. Le gustaba. ¡Vaya si le gustaba!
Cardo iba a verla y se citaban en la plaza mayor, en una terraza frente a la iglesia, junto a unos árboles de hojas que siempre le parecían amarillas aunque puede que fuesen verdes.
Una tarde le preguntó qué clase de árboles eran.
-No lo sé –respondió Marola.
-Yo diría que son aligustres –apuntó él. No entendía de árboles, ni de plantas en general, pero se le antojaba que parecían aligustres.
Una tarde le preguntaron a un camarero.
-Les llaman falso plátano –respondió el otro.
Un pequeño chasco. Pero la plaza de los falsos plátanos no sonaba ni medianamente bien, así que ambos decidieron que seguiría siendo la plaza de los aligustres.
En la comarca hay muebles, alfombras, zapatos y uva. Hay mucha uva en el pueblo y Marola tenía días enteros de limpiar racimos.
Al día siguiente tenía que levantarse muy temprano para ir al almacén, pero no le importó pasar parte de la noche en la playa. Se columpiaron en los juegos infantiles y subieron hasta la silleta de un vigilante. Apenas cabían los dos, pero ninguno protestó.
Marola pensó que la iba a besar y Cardo pensó en besarla, pero se abstuvo. En lugar de eso, dijo:
-Ya sé lo que va a pasar.
-¿Qué?
-Llegará un momento en el que te cansarás de mí, tú encontrarás un novio aburrido y yo desapareceré. Luego te casarás con tu marido aburrido que te durará dos años y, después de esos dos años de silencio, yo volveré a aparecer.
Marola insistía en que no tenía intención de casarse.
-Da igual –Cardo insistía también-. Aunque no te cases tendrás un marido aburrido que te durará dos años.
-Ya. ¿Y qué haré yo entonces?
-Lo abandonarás, por supuesto.
-¿Por ti?
-Por supuesto.
-Míralo que sobrao –se burlaba Marola. Pero pensaba que también podía ser.
Luego, bien entrada ya la madrugada, de regreso al pueblo y el remate en un banco del parque, bajo la pérgola.
Cardo ya no era ningún chiquillo, pero, después de tanto tiempo, se sentía como si lo fuese. Se sentía muy bien. Escuchaba a Marola que le contaba sus proyectos y le preguntaba por sus cosas.
Marola se decía que, a lo mejor, estaba yendo un poco deprisa de más, pero le daba igual.
Era ya muy tarde, o muy temprano, y se despidieron.
Marola tenía que ir a la uva. Llegó a su casa con el tiempo justo para cambiarse. Fue al almacén arrastrando sueño, pero feliz. Y así estuvo todo el día.
Cardo regresaba y hacía los diez kilómetros hasta su casa. Le venía a la mente la plaza de los aligustres que no lo eran con los árboles de hojas que siempre le parecían amarillas y pensaba que, a lo mejor también él se estaba contagiando de aquella cascada de colores que siempre veía en Marola.
Otra vez la plaza
Marola llegaba con su falda vaquera y sus gafas de sol de hechura extraña.
-¿Te gustan? Me las regaló mi hermana, pero las elegí yo. Me parecieron diferentes.
A Cardo le parecía bien. Todo en Marola parecía diferente.
Entraba el final del verano, pero seguía haciendo mucho calor. Tarda mucho en irse el calor en estos lugares.
Marola se retrasaba a veces porque se paraba a hablar con todo el mundo. Luego echaba a correr pensando que llegaba tarde.
Cardo, desde la mesa de la terraza la veía llegar, sonreía y volvía a pensar que era fascinante aunque puede que un poco demasiado joven. Y Marola llegaba, se sentaba y hablaban.
Un día ella trajo dibujos de cuando la carrera y otro él le mostró un poema. Un auténtico ripio con tintes épicos con menos rima que el prospecto de un medicamento y con menos ritmo que la guía de teléfonos. Pero él se sentía como un quinceañero y ella estaba a gusto.
En ocasiones se acercaba a la mesa un vendedor de cupones; un mozalbete, o quizá no tanto, que interrumpía, no para vender los números de la suerte si no para llamar la atención de Marola. Ella intentaba ser amable, pero costaba lo suyo. El mozo no tenía tasa ni medida y no había modo de cortarle sin ofender. Cardo, mientras tanto, se aguantaba las ganas de ser desagradable y suspiraba con resignación.
A Nereida no le gustaba que Marola frecuentase tanto a Cardo. Aquel, decía la hermana, era una pieza de cuidado, una especie de sinvergüenza con algún punto simpático. Además, todo apuntaba a que estaba con Marta, aquella chica morena del otro día.
Marola no quería preguntar por eso, pero en alguna ocasión salió el asunto. Cardo aseguraba que aquello estaba liquidado aunque aún quedaban algunos flecos. A veces se quedaba callado y ella le preguntaba.
-Un pequeño problema –respondía él-. Ya te contaré.
-¿Cuándo? –insistía Marola.
-Dentro de dos semanas.
Cardo pensaba que estaba liquidado. Lo de Marta estaba ya muerto, pero aquella se resistía a enterrarlo. Insistía en continuar con algo que hacía tiempo que había perdido todo el sentido y se enrabietaba cada vez que él le contaba que había estado con Marola.
Una tarde, Marola preguntó:
-¿Te gusta la ópera?
Rogaba en silencio que le gustase. De lo contrario habría hecho un papelón comprando las entradas por anticipado.
Le gustaba aunque no tenía muchas oportunidades de ir. Es difícil que vengan óperas a una ciudad de provincias.
Marola se sintió aliviada y contenta a la vez. Irían a la ópera.
A Cardo le gustaba la ópera, el teatro, escribía, hablaba y escuchaba. Marola empezaba a sentir un vértigo cada vez más agradable.
Cardo se sentía también cada vez mejor. “A ver si la dedicatoria fue premonitoria”, pensaba.
En la plaza de los aligustres Marola le enseñaba la portada de la iglesia y le explicaba el significado de los símbolos, de las granadas y de las espigas de trigo talladas en piedra.
Luego, en mitad del último café del día, venía el vendedor de cupones y trataba de asomarse a la falda de Marola y se empeñaba en contar uno a uno los ciento cuarenta y tantos nombres que tenía en la agenda del teléfono móvil.
Cardo se marchaba y hacía en una nube los diez kilómetros de regreso mientras pensaba en volver al día siguiente a la plaza de los aligustres.
Manuel V. Segarra. 2010
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