miércoles, 20 de abril de 2011

En el confín


Debajo del emparrado hay algo de sombra. No mucha, pero sí lo suficiente para que Teofila Maledes pueda resguardarse del sol de plomo de mediados del verano. Tiene, además, la piel muy blanca, como corresponde a las mujeres de su clase, y ya ha sufrido en exceso en la travesía desde Constantinopla. Mira el edificio que tiene delante y las palmeras que emergen al otro lado y que se extienden más allá del río hasta perderse en las ondulaciones de las colinas. Una mujer, junto a ella, le susurra algo y asiente. Ha llegado el momento de marcharse.
No estaba prevista esta escala, como tampoco lo estaban la de Barcino ni la de Valentia. Pero algo pasaba con la nave. Desperfectos que no tenían demasiada importancia, decían los tripulantes, pero que era mejor reparar.
Teofila Maledes tenía negocios al sur, en Gades, pero no le gustaba viajar, y menos aún tan lejos de Constantinopla. Los administradores se encargaban de todo y le pasaban las cuentas correspondientes, pero cada pocos años se ponía la obligación de inspeccionarlo todo por sí misma.
Habían atracado en un lugar que llamaban Portus Illicitanus, pero para Teofila Maledes, lo mismo que para su secretario, sus dos sirvientas e incluso para los escoltas, lo de “puerto” era un título demasiado grande para aquel sitio. Puede que tiempo atrás lo fuese, pero en ese momento era poco más que un resguardo para pescadores. Claro que ellos venían de Constantinopla y cualquier cosa podía parecer demasiado pequeña o demasiado miserable para los ciudadanos de la capital oriental.
Tenían para varios días de reparaciones, dijeron los tripulantes. Tal vez diez o doce o quizá alguno más. Y salpicaron aquel anuncio con una buena cantidad de términos náuticos que no entendió nadie. No quedaba más remedio que tener paciencia.
El puerto no era un lugar adecuado para una dama como Teofila Maledes. Pero al interior, a pocas millas, estaba la cabecera de la comarca, Illici, de buen tamaño, con posadas de calidad, con baños e incluso con una iglesia. Alquiló un carro y se hizo llevar hasta aquel sitio.
No era tan grande la ciudad. Incluso parecía más pequeña que el barrio de Pera, en Constantinopla. Pero es que en la capital del Imperio todo era grande.
No fue esa la única decepción de Teofila Maledes. Se decía que todo aquel territorio, hasta Dianio incluso, cerca de Valentia, formaba parte de las posesiones imperiales. Pero allí no había señal alguna de la autoridad de Justiniano. No había funcionarios romaioi, no había catafractas y nadie hablaba griego. Ni siquiera latín; al menos, un latín que se pudiera entender. La gente de aquel lugar, Illici o como se llamase, hablaba una especie de jerga extraña en la que se mezclaban palabras latinas con otras incomprensibles. Y qué decir del aspecto de los habitantes, de sus vestidos, de sus peinados. Nada ni siquiera parecido a lo que Teofila Maledes estaba acostumbrada a ver en Constantinopla. Posiblemente Illici estuviera contemplada en los documentos oficiales como territorio imperial, pero saltaba a la vista que ese dominio era sólo nominal.
En lo que en algún tiempo tuvo que ser el foro y en las calles estrechas y llenas de vericuetos se mezclaban hombres vestidos con túnicas pasadas de moda con otros que llevaban pantalones bárbaros; barbas y trenzas, con peinados que recordaban el antiguo corte imperial; sandalias de cintas con botas de piel curtida. Illici era lo más parecido a un gran montón de muchas cosas y de muchas gentes diferentes.
Teofila Maledes quería llegar a Gades cuanto antes, arreglar sus asuntos y regresar a Constantinopla, a la corte de Justiniano y Teodora. Pero no quedaba más que tener paciencia.
Paciencia. Una de las grandes virtudes predicadas por los patriarcas en la capital oriental.
Allá, muy cerca de la muralla que mira al sur, Teofila Maledes vio la iglesia. Al lado había un emparrado que proporcionaba algo de sombra y, debajo, un asiento hecho con medio tronco de palmera. Como todo, no había comparación posible con los templos de su ciudad natal, pero al menos sería un lugar para el recogimiento y para pedir a Dios poder continuar el viaje sin contratiempos.
Pequeña, oscura, casi asfixiante del olor a cera y aceite quemados. Pero el suelo era de mosaico y las paredes estaban cubiertas de pinturas multicolores, como en las grandes ciudades imperiales, como en la propia Constantinopla. Dominaba la escena el Pantocrátor con los adornos de la divinidad. Pero no era exactamente la figura que Teofila Maledes conocía. Aquella imagen de aquella pequeña ciudad en el confín del Imperio carecía de la quietud de los rasgos orientales. Era una figura casi ruda, casi bárbara, más propia de esas gentes de cabello largo y de voces ásperas. La pintura era fuerte, como el olor penetrante del incienso y la cera.
Teofila Maledes pasó catorce días en Illici, en el confín del Imperio. Al principio, todas las mañanas mandaba a su secretario al puerto para averiguar cuándo estaría reparada la nave. Y mientras esperaba, paseaba por la ciudad, escuchaba las voces de los vendedores de fruta, de carne, de miel. No entendía gran cosa, pero se daba cuenta de que aquel mercado era idéntico a todos los mercados del Imperio. Iba a la iglesia pequeña que tenía aquel Pantocrátor casi bárbaro y aquellos mosaicos en el suelo.
Cinco o seis días después ya no mandaba a su secretario. Paseaba y, con sus sirvientas y sus escoltas, cruzaba el río y recorría el bosque de palmas. Regresaba y compraba fruta fresca y la comía a la sombra del emparrado.
Luego algunos empezaron a saludarla en aquel latín mezclado con voces guturales, incomprensibles y Teofila Maledes, que al principio ignoraba los saludos, empezó a responder. Primero, un leve movimiento de la cabeza; luego, algunas palabras. Por supuesto que para aquellas gentes, su griego pulcro de Constantinopla era tan incomprensible como para ella lo era esa especie de idioma local. Pero era un saludo. Y un día, hasta el sacerdote, el patriarca o como quiera que se llamase en ese sitio, le dirigió unas palabras.
Pasaron catorce días.
Teofila Maledes mira hacia la iglesia y luego gira la vista hacia las calles que se abren a su alrededor. Su sirvienta le apremia en voz baja y ella asiente de nuevo. Es el momento de marcharse, de embarcar de nuevo hacia Gades para arreglar los asuntos de negocios.
Illici no es Constantinopla. No tiene palacio imperial. Puede que ni siquiera forme parte realmente del Imperio. Sólo tiene calles estrechas, alguna posada digna de ese nombre, palmeras hasta donde se pierde la vista y una iglesia pequeña con mosaicos en el suelo y con un Pantocrátor de aspecto casi rudo.
Se hace tarde y hay que recorrer aún las millas que separan la ciudad del puerto.
Teofila Maledes piensa que tal vez, al regreso de Gades, haga una escala en Illici.

Manuel V. Segarra.
Abril 2011.

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