miércoles, 23 de febrero de 2011

Cajas de guerra

CAPÍTULO I

Retorno


No era ni media mañana cuando María del Carmen abrió los ojos. Además de tener el sueño bastante ligero, notaba un poco de frío a pesar de las tres mantas con que se cubría. Terminó de despertarse cuando vio que Lapiedra estaba ya completamente vestido y miraba por la ventana abierta. De ahí el frío, claro. La moza, no tan moza en realidad porque se acercaba ya a la treintena, se preguntaba qué motivo tan importante habría tenido Lapiedra para levantarse de la cama, con lo bien que se estaba debajo de las mantas, y ponerse a mirar por la ventana. Y, encima, con la ventana abierta. Pero si ahí fuera no había nada que aquel hombre no conociese de memoria y, además, tampoco era la cosa tan bonita de ver. Allá enfrente, a unas pocas cuerdas, la torre; entre la taberna y la torre, las casas de los pescadores; más allá, la sierra. Al otro lado estaba la playa y el mar, pero tampoco María del Carmen, que veía aquello todos los santos días, creía que fuese tan interesante como para levantarse antes de mediodía y abrir la ventana de par en par. Y menos aún con el frío que hacía.
La moza sacó los brazos fuera de las mantas y se desperezó un poco. Lapiedra se giró.
-Buenos días, niña.
A María del Carmen le gustó eso de que la llamase niña. Mira tú que si aún… Ella siempre le había tenido mucha ley al capitán Lapiedra. Incluso ahora, después de no sé cuántos años dando tumbos por ahí en las guerras de Su Majestad don Felipe de España. ¿Cuánto hacía que se había marchado? Y ahora, pasado tanto tiempo, el señor capitán Lapiedra se dejaba caer por la taberna de Lo Cap de l’Aljub.
-Buenos días tenga su merced, señor capitán Lapiedra. ¿Cómo es que se ha levantado tan temprano? Seguro que no es ni media mañana.
-Pasa poco de las nueve, niña –respondió Lapiedra.
-¿Tan temprano? Pero, ¿cómo ha madrugado tanto? Si anoche nos dieron las uvas y un poco más.
-Costumbres de soldado, María del Carmen. ¿Tú no te levantas? Me gustaría algo de vino caliente.
-Ande, no sea malo su merced y déjeme dormir un poco más. O, si le apetece, puede desvestirse y meterse en la cama otra vez. Luego, allá al mediodía, le preparo a su merced un desayuno de chúpate dómine con sus tortas de trigo y miel y vino caliente.
-Quédate en la cama el tiempo que quieras. Si me dices dónde está, yo mismo cojo el vino.
-¡Ay señor! Lo que tiene que hacer una –dijo María del Carmen haciendo gesto de ir a incorporarse-. Ya me levanto. Pero dese la vuelta su merced que estoy en cueros vivos.
-No hace falta que te levantes, niña. ¿Qué me dé la vuelta? Pero si esta noche…
-Esta noche fue esta noche. Ahora es otra cosa. Ande, dese la vuelta. O salga al pasillo. No, no salga, que aún despertará a alguien y será peor.
Lapiedra se levantó de hombros y volvió a mirar por la ventana. No terminaba de entender aquella vergüenza repentina. María del Carmen y él habían estado la noche anterior haciendo sus cosas debajo de las mantas y ambos terminaron en cueros. Lo cierto es que al principio, estaba un poco incómodo. A Lapiedra no le hacía mucha gracia eso de encuerarse, pero, una vez puestos, pues venga, tampoco estaba tan mal. Además, la estancia estaba bien caldeada y María del Carmen se encargó de caldearla aún más. De caldear la estancia y de caldear al viejo soldado. En resumen, que estuvieron de triquitraque durante un buen rato. ¿A qué venía ahora tanto pudor?
-Que no me mire tanto su merced. Ande, no sea malo y dese la vuelta. No. Mejor se sale al pasillo que le veo muy tentado de girarse cuando me haya levantado y mirarme toda en cueros.
-Si te miro será porque eres bonita de ver –replicó Lapiedra.
-No me venga ahora su merced con zalamerías de soldado que ya me las contó todas anoche, señor capitán. Ande, al pasillo. O, mejor, se baja a la taberna y me espera allí que yo no tardo nada en ir. Me doy un poco de agua y le hago un desayuno que ni al rey se lo hacen igual.
Ante tanta insistencia, a Lapiedra no le quedó otra que coger sus arreos y salir de la estancia, un poco perplejo, eso sí, por el pudor de María del Carmen. Pero la perplejidad se le fue de inmediato. Apenas había terminado de cerrar la puerta cuando escuchó el sonido inconfundible del líquido cayendo sobre el orinal de peltre que él mismo había vaciado por la ventana un rato antes. Y es que, como sabe todo el mundo, la vejiga tiene sus necesidades matutinas tanto en homes como en mulieres y las ganas de mear no distinguen a una tabernera de una gran duquesa. Estaba claro que María del Carmen no quería que Lapiedra le viese meando, por muchas cosas atrevidas que hubiesen hecho durante la noche. Hay cosas, admitió el soldado, que se hacen mejor en la intimidad.
Bajo Lapiedra a la taberna, aún cerrada a pesar de lo avanzado de la mañana, y abrió el portón. El día era fresco, como corresponde al mes de noviembre, y entró un latigazo de aire frío que mejoró durante un instante el olor reconcentrado del interior. Sólo un instante porque al siguiente entraron también los malos olores de fuera, de orines nuevos y viejos y de la basura acumulada allá detrás.
Lapiedra salió de la taberna. Los cuatro palos que antaño sujetaban el techo de caña se habían convertido en postes gruesos firmemente clavados en el suelo. Y hacía tiempo que la techumbre de cañizo fue sustituida por otra de madera mucho más consistente. Estaba claro que el negocio funcionaba. Claro que las tabernas siempre funcionan. Si las cosas van bien, a la taberna a celebrar; si van mal, a la taberna a ahogar penas.
A unas cuantas cuerdas de distancia se alzaba la fortaleza de Lo Cap de l’Aljub, la Torre, como continuaban llamándola los lugareños a pesar de sus cuatro gruesos muros desplomados, de su patio de armas y de sus dos baluartes artillados. Allí había pasado una larga temporada como alcaide. Lo que son las cosas. Después de tanto tiempo, de tanto bregar en las banderas del Rey por esos mundos de Dios, ir a recalar en el mismo lugar.
Al otro lado estaba el muelle. Era más ancho y más largo de lo que Lapiedra recordaba, señal de que la actividad de los pescadores iba en aumento. Pescadores, contrabandistas y hasta un poco piratas si se terciaba el caso. Y lo cierto es que el caso se terciaba con bastante frecuencia. A veces lo que cae en las redes no es bastante y hace falta algún extra que lo compense.
Hacía frío y Lapiedra volvió a la taberna. María del Carmen ya se había compuesto del todo y se afanaba en un fogón a la vez que tarareaba por lo bajo.
-Siéntese su merced, señor capitán Lapiedra, que deseguida le pongo delante un buen tazón de hipocrás caliente y unos trozos de pan con miel.
-¿Tienes café? –preguntó Lapiedra sentándose.
-No me diga su merced que le gusta ese caldo. Pero si es negro y amargo como un diablo. Bueno, si. Hay un saquete que trajo no sé quién. ¿De verdad quiere su merced ese brebaje? ¡Ay! no me mire así. Ya le pongo también eso. Pero primero se toma lo otro que alimenta más. ¿Por qué se ríe su merced? Ya sé. Se ríe de lo tonta que es la María del Carmen.
Lapiedra sonreía. María del Carmen había cambiado muy poco en esos años. Un poco más estropeadita sí estaba, pero aún más lo estaba Lapiedra. Ella mantenía su aire un tanto inocente y aún se ruborizaba. Seguía teniendo la mirada un poco triste y una ligera expresión de perrito abandonado. Todo eso, se decía el soldado, se contradecía un poco, o un mucho, con los juegos de la noche anterior.
-Que no me mire así su merced, señor capitán de los tunantes. No me mire así que me pongo tonta y me aturullo aún más.
-¿Por qué no te voy a mirar si eres más que bonita?
-No me venga ahora con zalamerías, que ya conozco yo los requiebros de soldado –replicó María del Carmen mientras dejaba en la mesa un azafate repleto.
-Siéntate y desayuna conmigo –pidió Lapiedra.
-No puedo. Tengo mucho que hacer.
-Ya lo haces luego.
María del Carmen se dejó convencer. No hacía falta mucho, la verdad, porque la moza le tenía mucha ley a Lapiedra. Pero mucha y desde hacía mucho.
-¿Cómo es que sigues aquí? –preguntó el soldado.
-¿Dónde quiere su merced que me vaya?
-Algunas de tus antiguas compañeras se han marchado –apuntó Lapiedra-. Algunas no, todas. Y más de una se ha casado.
-Pues sí –admitió la moza-, pero para casarse hay que querer.
-¿Tú no quieres?
-Yo sí quería –dijo María del Carmen con un punto de tristeza-, pero a quien yo quería sólo me quería a ratos. Esos ratos que se ponía tontorrón y le picaba esto de aquí. Entonces venía a que la tonta de María del Carmen le diese consuelo.
-Menudo pedazo de cabrón.
-No diga su merced esas cosas que yo aún le tengo no poca querencia.
-Pues no las diré si no quieres, pero lo sigo pensando, niña. Ese sujeto era un cabrón desaprensivo.
-Que no diga esas cosas, hombre, que no sabe su merced de la misa la media. Yo lo entiendo porque una es moza de taberna y, con este oficio… Además, él estaba empringado de una señoritinga de Orihuela con encajes y tules que vino a recalar por aquí.
A Lapiedra se le cayó la mandíbula.
-No me digas… Por Dios, niña. No me digas que, después de tanto tiempo…
-Y más tiempo aún que pasara, si señor.
Lapiedra no sabía qué decir ni donde mirar. Sabía que María del Carmen le había tenido mucha querencia, pero cuando él era alcaide de la fortaleza. Y de eso ya hacía más de dos días. Vale que a él también le tiraba lo suyo la moza que, aunque ya no lo era tanto, se mantenía garrida y hermosa. Vaya si se mantenía. Que se lo discutiesen a él que había tenido toda la noche para comprobarlo. Y no sólo eso. María del Carmen tenía un no sé qué que llamaba a la ternura. Vamos que también Lapiedra le tenía ley. Pero de ahí a lo otro mediaba un trecho más que considerable.
-Pero niña…
-No me riña su merced que no hago nada malo. Que no es ningún pecado tenerle querencia de la buena a alguien aunque ese alguien no me la tenga a mí.
Lapiedra no sabía qué replicar. Se daba cuenta de que se había metido en uno de esos charcos en los que, se diga lo que se diga, nunca se acierta.
-Así que el cabrón desaprensivo de hace un momento soy yo.
María del Carmen asintió muy levemente con la cabeza.
-Pero si no puede ser, niña. Después de tanto tiempo…
-Diga lo que quiera su merced, pero yo sé lo que tengo aquí –replicó ella señalándose el pecho-. No sea gorrino su merced y no piense mal que me estoy refiriendo al corazón. Si casi me dan ahogos cuando le vi llegar ayer.
Hubo un instante de silencio. Y como quiera que Lapiedra no decía nada, no sabía qué decir, María del Carmen continuó.
-Todos los días, todos, le pedía a la Virgen que cuidase de su merced, que no le pasase nada malo.
-Eso es muy bonito, niña –dijo Lapiedra tocado en la fibra sensible.
-Yo ya me imaginaba que su merced estaría pasando las de Caín por aquellos mundos dejados de la mano de Dios, con todos esos tiros y batallas, y me decía que su merced andaría en mucho peligro. Y a una, que es tonta, le daba mucha zozobra pensar lo mal que estaría por allí. Y me decía que su merced es tonto de capirote por haberse ido por esos mundos a pasarlo mal pudiendo haberse quedado a que le cuidara la tonta de María del Carmen. Y por eso rezaba todos los días a la Virgen, para que no le pasase nada y para que su merced regresase algún día.
-No sé qué decir, María del Carmen.
-Pues diga su merced alguna cosa, señor capitán de los desagradecidos. Mire que es corto su merced cuando quiere.
-Pues mira que la Virgen te ha escuchado –dijo Lapiedra sonriendo de nuevo-. Me ha traído hasta aquí sano y salvo. Bueno, un poco averiado de más, pero a salvo al fin y a la postre.
-Pues si –replicó María del Carmen con un mohín de disgusto-. Y también me ha hecho una faena.
-¿Una faena? –se extrañó Lapiedra.
-Una faena y de las que no son pequeñas. Si, no ponga su merced esa cara de bobo. Y no me mire tanto las tetas que ya me las ha visto mucho esta noche pasada.
-¿En qué quedamos? ¿Querías que viniese o no?
-Pues claro que quería. Si no, ¿de qué iba yo a rezar todos los días? Pero a pesar de los rezos, no las tenía todas conmigo. ¿Cómo iba a imaginarme que la Virgen iba a escuchar a una moza de taberna como yo?
-Los frailes dicen que escucha a todo el mundo.
-Pues sí, pero yo pensaba que tendría otros rezos más importantes, de obispos y de monjas y de marqueses, y los míos iban a quedarse para lo último. Y como pensaba eso, y su merced no venía, hice una promesa. Y hete aquí que va su merced y regresa.
-¿Qué promesa has hecho?
-Pues le prometí a la Virgen que, si su merced regresaba, la acompañaría descalza hasta Elxe.
Lapiedra no entendía nada.
-¿Por qué tienes que acompañarme descalza hasta Elxe?
-A su merced no. A la Virgen.
-¿A la Virgen?
-Es que su merced no lo sabe porque ha estado fuera mucho tiempo –siguió María del Carmen-, pero, desde hace dos o tres años, el Concejo de la Villa hace una procesión desde aquí hasta Elxe para celebrar lo de don Francisco.
-No tengo ni idea de qué me hablas, niña.
-Lo de don Francisco, el alguacil que encontró la barca con la Virgen .
-¡Ah, ya! –exclamó Lapiedra-. Lo de Francesc Cantó. De todos modos niña, prometer semejante cosa… Que es casi una legua por un camino infame. Y, además, descalza. Menuda promesa.
-Pues ya ve su merced por qué me ha hecho una faena regresando. Que no es que lo lamente, vaya que no, pero se me van a poner los pìes…
Iba Lapiedra a replicar alguna cosa, pero le interrumpió un estampido lejano.
-¿Qué ha sido eso? –preguntó alzándose-. Ha sonado como un cañonazo.
-Debe ser la Santa Catalina anunciando que viene para acá –respondió María del Carmen sin inmutarse.
Lapiedra salió al exterior justo a tiempo de ver cómo desde la fortaleza respondían con otro cañonazo. Doblando el cabo llegaba una galera.
-La Santa Catalina, como le decía –dijo la moza desde detrás.
-¿Siempre se anuncia así? –preguntó Lapiedra?
-Siempre –respondió ella-. El capitán dice que es para advertir y saludar a los milites de la torre, pero yo creo que lo hace para que las mozas de la taberna se vayan preparando. Los de la Santa Catalina se pasan casi todo el tiempo aquí.
Con más agilidad de la que cabía esperar por su aspecto, Ferrán Sepulcre, capitán de la Santa Catalina, navío de la flota de galeras de Su Majestad Felipe de España, saltó del bote al muelle y aseguró el cabo. Allá dentro quedaba su nave, esbelta y de buena traza, aunque no tan adentro como para no quedar cubierta por las piezas de artillería de la fortaleza de Lo Cap de l’Aljub.
Uno de los cuatro marineros que acompañaban a Sepulcre se quedó a la custodia del batel. No es que el capitán no se fiase de dejarlo solo, no. Al fin y a la postre, en aquellos lares todos eran buenos cristianos, temerosos de Dios y respetuosos con la justicia. Pero así y todo, el bote era de buena calidad y no es cuestión de andar tentando a las malas voluntades.
Con las órdenes dadas, Sepulcre y sus compañeros se allegaron a la taberna. Llegaron al Lloc del Moll como quien entra en tierra conquistada, llamando a gritos a las mozas y pidiendo, también a gritos, claro está, unas cuantas jarras de vino. No esperaban que hubiese nadie a tan temprana hora por lo que les sorprendió encontrar a un soldado, sin duda lo era por la traza, la ropa y, sobre todo, por aquella espadota de guerra, sentado a una de las mesas. Y puestos a sorprenderse, aún se quedó más sorprendido el capitán Ferrán Sepulcre. Después de detenerse en seco se puso a mirar a Lapiedra con un descaro que casi resultaba ofensivo.
-Deja ya de mirarme de esa forma, señor capitán Sepulcre, que tal parece que su merced esté pensando en mercarme.
-Nos conocemos, ¿verdad? –preguntó el marino.
-Sólo un poco y de hace mucho –respondió Lapiedra.
Sepulcre se dio una palmada en la frente con tal fuerza que mandó a tierra la parlota con la que se cubría la testa.
-Que arda eternamente en las calderas del Infierno si no estoy delante del capitán Lapiedra –dijo Sepulcre. Sin esperar respuesta se volvió a sus hombres y añadió-. Señores, este home que ven aquí sentado es el capitán Bosco Lapiedra, soldado de Su Majestad Felipe de España y antiguo alcaide de la fortaleza que se alza ahí detrás.
A los marineros les daba un ardite que aquel sujeto fuese soldado, arriero o fraile. Ellos estaban allí por las mozas, querían la taberna para ellos solos y la presencia de aquel intruso más bien molestaba.
-El capitán Lapiedra, señores –insistió Sepulcre-. Pero que cortos de memoria son sus mercedes.
Sentose el marino a la mesa de Lapiedra sin esperar invitación e hizo una seña a María del Carmen que se había ido a trajinar con botellas y jarras.
-Ya veo que no le ha ido mal a su merced –dijo Lapiedra-. Yo no sé mucho de barcos, pero diría que eso que se ha quedado allá dentro era una galera.
-No me quejo –admitió el marino-. La Santa Catalina es un buen barco. Está un poco vieja, pero marea bien. ¿Qué es eso negro que bebe su merced? ¿Café? ¿Cómo es eso? Un veterano sólo tendría que beber vino.
-En la jarra hay hipocrás, señor Sepulcre –dijo Lapiedra.
-Nada de hipocrás. ¡María del Carmen!
- Que ya voy. ¿Qué me quiere su merced?
-Trae una jarra del barrilito ese que me guardas y dos vasos limpios. Hoy el capitán Lapiedra es mi convidado.
Agradeció Lapiedra el gesto. Era bueno encontrarse con conocidos antiguos aunque fuesen tan gritones como Ferrán Sepulcre. Porque el marino lo decía todo a voces. Seguramente, pensaba Lapiedra, por la costumbre de dar órdenes en medio del mar con tormentas y todas esas cosas.
-¿Y qué tal le han ido las cosas a su merced por esos mundos?
-De todo ha habido –dijo Lapiedra.
Sepulcre se giró hacia sus hombres que se encontraban un tanto incómodos.
-No os quedéis ahí de pasmarotes –dijo el marino-. Si alguno quiere, que se siente con nosotros; los que no, a hacer lo que les acomode, pero con mesura, que no quiero que pase lo de la otra vez que tuvieron que venir los milites de la torre a poner orden. –De nuevo hacia Lapiedra, añadió-. Es que la gente de mar es un poco ruda y a veces los ánimos se caldean un tanto.
-No tiene que darme explicaciones, señor Sepulcre –repuso Lapiedra.
En estas cosas ya habían bajado las mozas para alborozo de los marinos y de ellas mismas. Una se acercó a la mesa y, sin reparo, tomó asiento sobre las rodillas de Ferrán Sepulcre.
-Ahora no, niña. ¿No ves que estoy platicando? –dijo el capitán de la Santa Catalina.
-Va a resultar que su merced prefiere unos bigotes a unas buenas tetas –replicó aquella con un mohín.
-Luego te agasajo como te mereces, pero es que a este compañero hace años que no…
-Pues, a lo mejor, luego no estoy tan dispuesta.
-Vaya, vaya su merced a hacer lo que tenía dispuesto –animó Lapiedra.
-Para todo hay tiempo –dijo Sepulcre-. Hasta pasado el mediodía no nos vamos de aquí. Venga, niña, déjame hablar un rato con el señor capitán Lapiedra y enseguida estoy contigo.
-¿Su merced es el capitán Lapiedra? –preguntó la moza.
-Así es.
-Ahora entiendo las prisas que le entraron anoche a la María del Carmen –dijo la moza con un gesto de burla a la vez que se alzaba-. Hablen, hablen lo que quieran sus mercedes. Yo me voy a reírme un rato de la María del Carmen.
-Bravía parece la moza –dijo Lapiedra-. Me recuerda a otra que ya anduvo por aquí hace algunos años.
-Es brava de veras –reconoció el marino-. Y admito que me puede.
-Tiene toda la traza. Y no se ofenda vuseñoría, señor Sepulcre.
-Para nada. Atiende por Consuelo. Y por el Cielo que consuela lo suyo. Ya le diría yo a su merced… Mejor no le digo nada porque me da que a voacé le tira más la María del Carmen y… ¡que diantre! Yo también ando un poco encoñado de más con esta Consuelo.
-No se apure, señor Sepulcre, que no es el caso –dijo Lapiedra-. Además, si esa moza es capaz de agotar al capitán de una galera del rey, no quiero pensar lo que haría con un baldado como yo.
-¿Su merced baldado? ¿Y eso?
-Cosas de Flandes, amigo mío, y de un sitio que llaman Remsel.
-Cuénteme su merced, señor Lapiedra.
-Quizá en otro momento. Ora, capitán Sepulcre, mejor será que vaya su merced a cumplimentar debidamente a la tal Consuelo que desde aquí se ve que anda un poco impaciente.
-Señor Lapiedra –dijo el marino alzándose-, creo que ha razón vuesa merced. Pero quede claro que, en una próxima ocasión, ha de relatarme las cosas que me ha dicho.
-Puede voacé darlo por hecho.
Alejose el capitán de la Santa Catalina y llegó hasta Consuelo. No había tenido mucho éxito la moza en eso de reírse de María del Carmen y recibió al marino un punto enfurruñada. Pero como parecía que no se le había terminado la querencia por Sepulcre, a la postre terminó perdiéndose en el piso alto con el marino.

Mediaba la tarde y comenzaba a refrescar. No es que hubiese estado haciendo bueno hasta ese momento porque toda la jornada había tirado a plomiza y fría. Pero cuando el sol empezaba a ocultarse, la cosa cambiaba a peor.
La Santa Catalina se había marchado poco después del mediodía con un Ferrán Sepulcre saciado de vino, de carne y de otras cosas muy poco inocentes. El marino parecía no tener fondo y comía y bebía de tal modo que parecía que le iban a quitar la comida.
Las barcas de los pescadores regresaron hacía rato y las carretas con el pescado metido en sal andaban ya camino de Elxe. El bullicio de un rato antes en el muelle y en la playa se había transformado en silencio. Sólo de vez en cuando alguna voz airada, el llanto de algún crío o el ladrido de un perro. Eso y las voces de ordenanza sobre la muralla de la fortaleza.
-¡Bastión del Rey! –gritaban desde dentro.
-¡Alerta y sin novedad! –respondía el vigilia.
-¡Bastión del Duque!
-¡Alerta y sin novedad!
-¡Poterna y aljibe!
-¡Alerta y sin novedad!
Lapiedra estaba en la misma mesa que ocupara durante la mañana. Las mozas, casi todas, cuchicheaban entre sí sentadas en torno a otra mesa no demasiado lejana. Salvo el soldado no había parroquia en la taberna y a Lapiedra le extrañó que ni siquiera se hubiese dejado caer alguno de los milites.
Cuchicheaban las mozas aunque no tan quedo como para que las voces no llegasen hasta Lapiedra. Aquella de allá, Consuelo, señalaba descarada y sin reparo.
-Pues a mí me parece viejo de más –decía-. No sé qué le ha visto la María del Carmen para estar tan tonta.
-Más viejo parece el señor capitán Sepulcre y bien que dejas que te monte cada vez que viene –apuntaba otra.
-No es lo mismo –replicó la primera-. El señor Sepulcre es capitán de una galera del rey y tiene posibles. Me da igual que tenga más años que la picor siempre que me deje buenos dineros. Ese de ahí no tiene dónde caerse muerto.
-Pues a mí me da que la camisa que lleva es de buen hilo. Y las calzas y la ropilla, también –terció otra.
-Aunque trajese una corona de oro –se enconaba Consuelo-. Si tiene haberes, ¿a qué pasarse todo el día en la taberna? Para mí que lleva encima toda su hacienda.
-A lo mejor tiene motivos.
-Los únicos motivos que puede tener son las tetas de la María del Carmen –Consuelo parecía cada vez más airada-. Y vete a saber por qué, que la María del Carmen tiene ya unos años. Seguro que tiene las tetas tan caídas que le llegan al ombligo., no como las mías que se mantienen…
-¡Uy! –dijo otra moza-. Me da a mí que lo que te pasa es que te escuece que prefiera a la María del Carmen en lugar de a ti.
-¿Ese viejo? Pero si me da repeluco. Ya se cuidará mucho de acercarse. Por mí puede cabalgar a la María del Carmen hasta que se le desmonten los huesos. A mí que no se me acerque.
Lapiedra escuchaba aquello y no podía evitar sonreír. Bravía era la moza sin duda y no le sorprendía la querencia que le había cogido Sepulcre.
La discusión terminó de repente. María del Carmen apareció con las mangas subidas hasta los codos y un poco de mal gesto en el rostro. No mucho, porque no len había salido nunca eso de poner mala cara.
-¿Es que no hay nada que hacer? Venga, cada una a lo suyo. Seguro que las habitaciones parecen marraneras. El fuego está sin encender y hay una pila de platos y vasos por fregar.
-Pero María del Carmen…
-Nada de peros. Hay mucha tarea y no es cuestión quedarse aquí de conversa. Ale, a trabajar que las cosas no se hacen solas.
Remoloneando lo suyo, las mozas se pusieron en movimiento. María del Carmen se fue hacia Lapiedra y preguntó:
-Su merced se queda también esta noche. ¿Verdad?
-Me quedo –respondió Lapiedra-. No te hacía yo tan mandadora.
-Es que cuando se marchó doña Milagros me dejó de encargada. Como soy la más antigua…
-Doña Milagros –recordó Lapiedra-. Menuda pieza. ¿Por dónde anda?
-No lo sé de cierto, pero viene una vez al mes o cosa a sí –respondió la moza-. Se casó con un catalán que comercia con vinos y aceites.
-Así que la tabernera se ha casado.
-Ahora no es tabernera –dijo María del Carmen-. Ahora es una señora de postín, con vestidos caros y chapines de lazo. Viene, hace las cuentas, coge lo suyo y se marcha. Eso si, después de quejarse de lo poco que da la taberna y de sacar mil fallos. Bueno, no me entretengo más que aún me quedan cosas por hacer.
Marchose María del Carmen y salió Lapiedra al exterior. Hacía frío, lo que no es de extrañar porque ya pasaba de la fiesta de Todos los Santos. Las tardes eran cortas y, dado que comenzaba a hacerse oscuro, aquí y allá comenzaban a verse algunas luces de las casas cercanas.
Desde el piso alto, una moza vació un bacín a la calle. El contenido fue a parar sobre restos anteriores de la misma materia. Por la parte de atrás, otra moza tiraba restos de comida lo que provocó la aparición inmediata de unos cuantos perros.
De vez en cuando se dejaba oír una conversación apagada o alguna voz, pero poca cosa. La tranquilidad sólo se alteraba de tanto en tanto con las voces de ordenanza.
Lapiedra se llevó la mano al interior de la ropilla y tocó los despachos que llevaba plegados cuidadosamente en su interior.
“Hoy ya es tarde –pensó-. Mañana”.
Un escalofrío sacudió al soldado. La capa de paño encarnado que había mercado en Valencia se había quedado arriba, en la habitación.
Como si le hubiese leído el pensamiento, María del Carm,en dijo desde atrás:
-¿Quiere su merced que le baje la capa?
-No, gracias. Ya entro.
-Su merced está tiritando. Ande, pase que ya hemos encendido el fuego.
-Ya voy. De todos modos, he pasado mucho más frío otras veces.
-Lo que quiera su merced –insistió María del Carmen-, pero atienda que el frío de aquí es muy malo. Se mete en los huesos. Y no estaría muy bien que, después de tantas calamidades como habrá pasado por esos mundos de herejes, se viniese a enfermar ahora.
Lapiedra asintió y se dejó llevar por la moza que le había tomado del brazo. Por alguna razón, el soldado se sintió acogedoramente protegido. A lo mejor Sepulcre llevaba razón y también él estaba encoñándose un poco de más con María de Carmen. A esto estuvo de decirle algo, pero lo pensó mejor, no fuese que la moza lo tomase más en serio de lo que debía. Además, ¿qué podía decirle?
María del Carmen había preparado una buena cena. Tan buena que hasta el pan parecía del día. Y a Lapiedra volvieron a asomarle unos sentimientos un poco raros. Vaya, que la moza le trataba mejor de lo que había sido tratado en mucho tiempo. Y luego vendría lo otro, lo de repetir los lances de la noche anterior.
Con esos pensamientos y con el estómago lleno, Lapiedra subió un rato después. La habitación se había aireado, el suelo estaba limpio y el aire olía bien. Fuera, comprobando que todo estaba en orden, se oía a María del Carmen. Tarareaba algo y alguna de sus compañeras se reía al escucharla.
Todo aquello era demasiado bonito. El soldado pensó un momento y salió de la estancia.
-¿Dónde va su merced? –preguntó María del Carmen-. ¿Es que le falta algo?
-No, no –respondió el soldado-. Sólo voy a dar un paseo.
-¿A estas horas? Aguarde su merced que cojo un chal y le acompaño. ¿Dónde ha puesto la capa su merced? Señor, que desastre de hombre. Un paseo a estas horas, cuando los cristianos duermen. Y ¿dónde quiere ir su merced a pasear? Tenga la capa, no se me vaya a enfermar y tengamos que llamar al médico.
Lapiedra iba sumido en sus pensamientos mientras caminaban despacio. Ella iba colgada del brazo del soldado y se decía que, después de todo, la caminata descalza hasta Elxe bien iba a merecer la pena.
Llegaron al extremo del muelle. Los pasos sobre la tablazón de madera hicieron recordar a Lapiedra otro suelo parecido que había pisado unos cuantos años atrás, camino de Italia. Recuerdos de veterano.


***

¡Santiago y España!

El marino Andreu Coves, capitán de la nao Santa Eulalia, estaba preocupado. Su nave se había quedado rezagada del resto del convoy la madrugada anterior y, aunque mareaba con buen rumbo, aquellas aguas no eran tan seguras como se decía. Demasiado cerca de Túnez se navegaba y una nao como la Santa Eulalia, rechonchona y lenta, era una presa apetecible para cualquier corsario berberisco que anduviese por aquellas aguas. Y seguro que no eran pocos. No hacía tanto que aquellos diablos de Berbería habían entrado a saco en varios pueblos del sur de Sicilia y se habían llevado botín y esclavos después de incendiar y degollar.
Andreu Coves había salido de Valencia unos cuantos días antes formando parte de una flota compuesta por ocho naos escoltadas por una galera y tres galeotas. Iban con rumbo a Nápoles. La Santa Eulalia era la nave más lenta, pero había podido marear bien durante la mayor parte de la travesía y mantener el ritmo de las demás a fuerza de largar mucho trapo. Pero la noche anterior hubo apenas viento y, poco a poco, se fue rezagando. De madrugada ya había perdido de vista al convoy. Seguro que se habían dado cuenta, pero no le esperaron. Nadie quería tener malos encuentros en aquellas aguas.
El capitán de la Santa Eulalia suspiró con resignación. Poco se podía hacer aparte de seguir navegando. Al fin y al cabo, no faltaba tanto para arribar a Nápoles.
Allá delante, acodado en el alcázar de proa, el capitán de infantería Bosco Lapiedra miraba hacia el horizonte. A su lado, con la cara verde de puro mareo, estaba el reformado Vicent Pareja.
-Ese Coves es un inútil –decía Pareja a la vez que se ajustaba el parche sobre su cuenca vacía-. Debe ser el capitán de mar más lento de toda la monarquía de Su Majestad don Felipe. Los demás ya deben estar en Nápoles.
-La nao es lenta –replicó Lapiedra-. Coves hace todo lo que puede.
-Si supiese nadar, me tiraba al agua –gruñó Pareja-. Seguro que llegaba antes que vosotros.
-No gruñas tanto. Estamos cerca. Un día más y llegamos. Dos a lo sumo.
-¿Dos días más metidos en este tonel? No lo soportaré, Bosco.
-Eres una vieja gruñona. No te quejes que ya he visto que no vomitas tanto como antes.
-A la fuerza –protestó Pareja-. He tirado hasta la bilis. No me queda nada en el estómago. Estoy peor que cuando me interrogó el Santo Oficio. Dos días más. ¿Qué digo? Si tú crees que nos faltan dos días es que nos faltan por lo menos cuatro. Mierda de barco, mierda de mar y mierda de todo. Yo soy de infantería. Ya podíamos haber hecho el viaje por tierra.
-Claro, por tierra –dijo Lapiedra con burla-. Atravesando todo el sur de la Francia con las ganas que nos tienen los franceses.
Vicent Pareja fue a replicar, pero no pudo. Se inclinó por la borda hacia fuera sacudido por unas violentas arcadas.
-Qué asco das –dijo Lapiedra-. Deberías ir a la camareta y descansar un poco.
-Allí abajo es peor. Allí, además de moverse, el barco apesta. Aquí sólo se mueve.
-Mira a Coves –dijo Lapiedra por cambiar de tema-. Parece preocupado.
-Pensará que tengo ganas de matarlo por ir tan lento. Y tendrá razón.
Lapiedra negó con la cabeza y siguió mirando hacia el castillo de popa. Desde que embarcaron, le había llamado la atención esa especie de mundo aparte que son los barcos y todo el trajín que, a diario, se llevaban los marineros. Coves no le parecía un mal marino. Lo mismo dejaba que Pareja continuase con sus vómitos y con su cara verdosa allí en el alcázar y se iba a charlar un rato con el capitán de mar.
Ni siquiera tuvo tiempo de acabar de pensarlo porque, desde la cofa del mayor, llegó una voz.
-¡Vela por levante! ¡No, dos velas! ¡Tres!
-¿Qué pasa? –preguntó Pareja.
-Viene gente –respondió Lapiedra.
-¿Nuestros?
-¿Y yo qué sé?
-Seguro que son las otras naves del convoy que ya han descargado en Nápoles y van de regreso a Valencia.
-No digas burradas, Pareja.
Andreu Coves llegó a la carrera. Lapiedra se admiraba de que aquel hombre pudiese correr con tanta seguridad sobre un barco que no hacía más que moverse de un lado a otro.
-Tenemos problemas, señores –dijo el marino.
-Su merced va a tener un problema conmigo si no llegamos a Nápoles hoy mismo –gruñó Pareja con cara de odio.
-Puede que no lleguemos nunca, señores –siguió Coves sin hacer caso de la amenaza-. Lo que tenemos ahí delante son velas de Berbería. Van a atacarnos.
-¿Son muchos? –preguntó Lapiedra. Allá, hacia el horizonte, comenzaban a dibujarse las velas. Se agrandaban por momentos.
-Parece una galera y dos galeotas. Aunque quizá sean tres galeras.
-¿Y cuanta gente supone eso? –insistió Lapiedra.
-Si son tres galeras, unos cien o ciento veinte hombres –respondió Coves. La Santa Eulalia lleva cuatro piezas a cada banda, pero no será suficiente para mantenerlos a raya. Van a abordarnos. Si eso ocurre, que Dios nos ayude.
-No se preocupe tanto su merced, señor Coves, y maree tan bien como sepa, que el asunto no me parece tan grave.
-La confianza de vuesa merced es loable, señor Lapiedra –replicó el marino-, pero aunque su merced sea soldado, conoce poco las cosas de la mar. Doce o quince cañones y cien hombres no son para estar tranquilo.
-A lo que se me figura –dijo Lapiedra- esos corsarios han estado vigilando el convoy y han esperado por si alguna nave se quedaba sola, como es el caso. Supongo que, al ver a la Santa Eulalia tan lenta, habrán pensado que va cargada de buenos géneros. Poco se imaginan la carga que lleva su merced a bordo.
-Así y todo, señores, esas gentes de Berbería son diablos. No creo que se espanten.
-Me parece su merced un poco flojo de más –intervino Pareja-. Cualquiera se habría dado con un canto en los dientes por tenernos a nosotros para guardarle el barco.
-Señores, yo…
-¿Qué señores ni qué flautas? –siguió Pareja-. Nosotros ya nos las hubimos con los berberiscos en alguna ocasión. Si, no ponga esa cara su merced. Los matamos por docenas allá en Lo Cap de l’Aljub. Cierto es que son fieros, pero se mueren lo mismo cuando una espada les atraviesa la tripa. Y su merced tiene en este barco unos muy buenos aceros. Ande, no lloriquee más y vaya a cumplir con su cometido, que nosotros cumpliremos con el nuestro.
No muy convencido quedaba el capitán de la Santa Eulalia, pero no le quedó otra que hacer lo que le decían, no porque aquellos dos soldados fuesen más que él, si no porque, con las velas corsarias acercándose a toda mecha, no había más que prepararse contra el ataque.
Los marinos ya estaban alertados y se había pertrechado de hachas, bicheros, alguna que otra pica y dos o tres arcabuces. Viendo la disposición de su gente, Coves no pudo menos que maldecirse por haber descuidado tanto la posibilidad de ser presa de un ataque. Años atrás, cuando compaginaba el transporte de mercaderías con el contrabando, sus marinos andaban mucho mejor armados. Incluso había hecho alguna que otra malandanza dándoselas de pirata en aldeas costeras del sur de la Francia. Pero el tiempo no pasa en balde. Las costumbres se habían relajado, su gente ya no era la de antes. No quedaba más que rezar a la Virgen del Carmen y esperar el oportuno milagro.
-Coves no se fía –dijo Lapiedra.
-Yo tampoco –replicó Pareja-. En esos barcos viene mucha gente y los corsarios… Ya sabes, no se andan con tonterías.
-Ya veremos. Vamos a prepararnos para la batalla.

Desde el castillo de su galera, Al Simún, jefe de la flotilla, veía agrandarse por momentos la silueta de la Santa Eulalia. Debía estar cargada hasta los topes de lo lenta que se movía. El corsario sabía que aquel barco formaba parte de un convoy mucho mayor y sabía también que estaba muy rezagado de sus compañeros de viaje. De hecho, había estado vigilando al convoy desde un par de días antes a la espera de que algún bajel cristiano se retrasase, algo que ocurría con no poca frecuencia. Y aquellos perros cristianos solían tener tanta prisa cuando pasaban por aquellas aguas que no esperaban a nadie.
Al Simún había sido remero forzado en una galera cristiana. Fue condenado a cinco años de remo. Nadie pasaba de los tres años encadenado a un madero, pero él tuvo suerte. El barco que le servía de prisión fue atacado por una flotilla corsaria de Túnez y él, junto a varios cientos de galeotes más, se libró de las cadenas. A pesar de su debilidad y de sus llagas en los pies y en la espalda, se distinguió aquel mismo día degollando personalmente al comitre y al sotacomitre, cosa que le valió el favor de sus libertadores. Y como también tenía conocimientos en asuntos de sanaciones y cirugías, un poco oxidados por el tiempo, pero aún válidos, se dio en aplicar emplastos en cuerpos feridos durante la refriega, tarea que aún le valió mayores merecimientos.
De todo aquello ya habían pasado algunos años. Ahora tenía el mando de una galera y dos galeotas con las que hacer pagar a los españoles el tiempo que había estado padeciendo atado a un remo.
Dio señales a las galeotas para que se juntasen a proa y, cuando estuviesen a tiro, mandarle una andanada a la nao cristiana. Las galeotas sólo llevaban piezas pequeñas y el perjuicio que iban a causar no sería excesivo. De todos modos, Al Simún no quería hacer demasiado daño al barco. Cuanto más entero, más valor tendría; y cuanta más gente pillase con vida, más esclavos para vender en los mercados de Argel.
Las dos galeotas se lanzaron rápidas y ágiles contra la nao. Algo más atrás quedaba la galera con sus cinco piezas cargadas y con la gente presta por si hacía falta el remate final.
A poco más de dos cuerdas de distancia dispararon las galeotas corsarias contra el bajel español. Respondió aquel con sus cuatro piezas de la banda de estribor. Poca cosa se hicieron unos y otros. Las pelotas de plomo de las culebrinas berberiscas apenas arrancaron unas cuantas astillas del casco de la nao y los bolaños de las bombardas de aquella sólo hicieron agua.
Al Simún sonrió con desgana mientras se acariciaba la barba. Habría degollina. No es que le molestase matar cristianos, pero eso supondría menos esclavos y menos beneficio.
Ordenó que la galera se colocase pareja con sus hermanas menores y mandó a los artilleros que se mantuviesen prestos. La galera montaba a proa cinco cañones de mayor calibre que las galeotas. Aquellas piezas sí que harían sangre.
Sabiendo que cuanto más cerca estuviese más daño haría, Al Simún adelantó su nave. Frente a él, podía distinguirlos, estaban los rostros asustados de la marinería de la nao sabedores de lo que les esperaba. Alzó la mano para dar la orden de disparar y se quedó con la mano en alto sin creerse lo que vio a continuación.
Por la borda asomaron las bocas negras de una veintena larga de arcabuces manejados por otros tantos hombres. Tras ellos se alzaba una bandera roja con las aspas de Borgoña amarillas. Desde uno de los lados, un hombre tuerto, desde allí se distinguía el parche, comenzó a gritar:
-¡Santiago! ¡España!
Sin duda, los arcabuceros contestaron al grito, pero apenas se oyó otra cosa que el retumbo de los arcabuces descargándose contra la morisma que se apilaba en la cubierta de la galera. Tan cerca como estaban, y tirando desde arriba, los arcabuceros hicieron no poca sangre. Al Simún aulló de rabia. Se sentía estafado. Aquella nao no transportaba mercaderías sino soldados. Apenas se dio cuenta de que los arcabuceros se habían retirado para dejar el hueco a un nuevo grupo que, sin esperar órdenes, descargaba también sus arcabuces sobre sus hombres. Y luego un tercer grupo.
-No tiréis a bulto –ordenó el tuerto-. Descargad contra los artilleros.
El corsario comenzó a ponerse nervioso. Una cosa era asaltar una nao de carga y otra bien distinta, que esa nao estuviese preñada de soldados. Su galera contaba ya, al menos, veinte muertos, la mayoría artilleros, y los galeotes, prisioneros cristianos en su mayoría, comenzaban a agitarse. Ordenó virar de bordo y envió señales para que las galeotas le siguieran. Sus piezas tenían más alcance. Acosaría a los cristianos desde lejos.
Una nueva manga de arcabuces, sin duda la primera ya recargada, asomó por la borda. El tuerto señaló con su espada a la galera que comenzaba a virar aunque muy lentamente. A pesar de los latigazos, los galeotes se negaban a obedecer.
-Al castillo –gritó el tuerto-. Descargad contra el castillo.
Las pelotas de plomo zumbaron en torno al corsario. Algo le salpicó el pecho. Eran los sesos de su comitre reventados de un pelotazo de arcabuz.
-¡Santiago y España! –escuchó de nuevo.
La nao, lenta y pesadota, había logrado aparejarse con una de las galeotas que mantenía los remos caídos. Los forzados no se movían ni a fuerza de látigo. Sobre ella, dejándose caer desde la borda con cabos y redes, saltaron, armados con espadas y hachas, soldados y marinos cristianos. Acuchillaron a mansalva los primeros mientras los segundos rompían remos para liberar a los galotes que, libres de los grilletes, se unían con las fuerzas que les restaban a la degollina general.
Al Simún ordenó de nuevo maniobrar para alejarse, pero los remeros se negaron a obedecer. De poco servían los látigos. Ni siquiera sirvió que el propio corsario cortase allí mismo la cabeza de uno de los más agitados. La escena le recordó la que él mismo había vivido cuando fue liberado de sus cadenas. Ya no había nada que hacer. Podía matar a todos los remeros, pero la nave quedaría sin gobierno y caería en manos cristianas. Sólo quedaba rendir la galera y esperar clemencia.
La galeota asaltada estaba ya rendida. La morisma se había visto desbordada por un asalto tan inesperado como feroz. La otra, algo más alejada, parecía hundirse. Por la borda, después de haberla barrenado a conciencia, saltaban los tripulantes entre el griterío y las maldiciones de los remeros que seguían encadenados a sus palos. El barco se iba al fondo llevándose consigo a los forzados.
Al Simún negó con la cabeza. Los cristianos no iban a perdonar esas muertes. Poca clemencia se podía esperar después de aquello.
La galeota capturada se acercaba ágil buscando el costado de la galera. Los remeros vitoreaban a los soldados y alzaban las manos gritando que les quitasen los grilletes. En ese momento, Al Simún vio al oficial que mandaba la tropa. De mediana estatura, enteco, con la cara adornada con mostacho y mosca.
-Otra vez tú –dijo el corsario para sí.
Dejó de pensar en rendirse.
-¡A las armas! –gritó- ¡Acallad a los remeros y arrojad a esos perros infieles al agua!
Los latigazos se prodigaron en las espaldas de los forzados. Algunos trataban inútilmente de asir los látigos. Desde la Santa Eulalia llegó una nueva descarga. Algún plomo cayó entre los galeotes, pero otros hicieron sangre entre los berberiscos. Así y todo, Al Simún pudo disponer a su gente. Un grupo en la proa, cerca de los cañones, aún cargados, para hacer fuego tan pronto como se pudiese; otro, en la banda de babor, por do se acercaba la galeota, para lanzar todo lo que se pudiera cuando aquella estuviese a tiro; el resto, junto a él, en el castillo. Aún no estaba todo perdido. Y menos frente a aquel perro que le había mandado a galeras años atrás.

Lapiedra no era hombre de mar y aquello le venía un poco grande. Rezaba para sus adentros porque, aunque el asalto a la galeota había resultado bien, la galera, que un momento antes parecía rendida, se revolvía con ganas de continuar el combate. Cierto que llevaba consigo varias docenas de milites y que, desde la nao, Pareja dirigía muy bien las descargas de los arcabuceros. Pero así y todo…
Los galeotes habían vuelto a los remos, bien que como hombres libres, y le daban al madero con toda la fuerza que podían conscientes de que se jugaban el volver a ser libres de verdad. La galeota se acercaba rápida a la galera que, poco a poco, también había comenzado a maniobrar.
El sargento Guirau, junto a Lapiedra, observó:
-El corsario está virando, mi capitán. Y por lo que recuerdo, sus cañones aún deben estar cargados. Si nos enfila con una andanada estamos listos.
-Hay que llegar antes de que eso ocurra.
-Eso es fácil decirlo, mi capitán, pero esta gente de los remos ya hace todo lo que puede. Bastante maltrechos están ya como para…
-Ya vale, Guirau. Cuéntame ahora alguna cosa buena.
Harto de recibir las descargas de arcabucería, Al Simún había ordenado despegarse de la nao. Lentamente, poco caso hacían del látigo los galeotes, pudo despegarse. Desde su lugar, Lapiedra negó con la cabeza.
-Esto aún no está decidido –murmuró. Se dirigió a los remeros y dijo-. Señores, sé que sus mercedes han las fuerzas muy mermadas y que han sufrido todos los quebrantos y todos los pesares del mundo. Pero aún necesitamos un esfuerzo más para llegar hasta esa galera de los infiernos y pasar a cuchillo a esos infames que han causado a sus mercedes tanta maldad. ¡Ea, señores! Un esfuerzo más que, con la ayuda de Dios, acabaremos con ellos y libraremos estas aguas de gente tan salvaje como esa.
-¡Santiago y España! –gritó Guirau.
La respuesta al grito fue débil, pero no así a los remos. La galeota pareció dar un salto y casi voló.
La galera corsaria estaba ya muy cerca. Guirau tendió a Lapiedra una adarga berberisca. Él mismo había asido una.
-Si vamos a asaltar la galera, mejor llevamos estos escudos mi capitán.
-Bien –asintió Lapiedra-, pero con las armas del Rey.
Con un gesto totalmente teatral, y a la vista de todos, el oficial untó la mano en la sangre de un muerto cercano y pintó en la adarga unos burdos bastones de Borgoña.
-Las armas del Rey, nuestro señor, pintadas con la sangre de sus enemigos.
Un clamor comenzó a ascender, pero sólo un instante. Al siguiente, el espolón de la galeota se clavaba en el costado de la galera.
Desde el navío corsario comenzaron a llover proyectiles de toda clase. Cayeron flechas, virotes de ballesta y pelotas de arcabuz. Los infantes de la bandera de Lapiedra, que apenas habían sufrido en el asalto anterior, empezaron a caer muertos y heridos.
Saltaron los milites sobre el bajel berberisco con no poco daño en sus filas, pero ya estaban dentro acuchillando a diestro y siniestro. Porfiaban los corsarios cada banco y se revolvían descargando hachazos y estocadas. Lapiedra tuvo que dar gracias varias veces por la idea de llevar la adarga que, aunque ligera, cumplía muy bien su función.
Allá en la proa, los artilleros berberiscos, los que quedaban con vida después de las andanadas de arcabucería, se esforzaban en mover de sus emplazamientos los cañones para enfilar a los asaltantes.
-Guirau –gritó Lapiedra-, vete allá con un pelotón y mata a los artilleros.
El sargento asistió. La cosa se pondría muy fea, pero mucho, si la morisma lograba mover los cañones. Claro que llegar hasta allí suponía abrirse camino a espadazos. Bueno, las órdenes están para cumplirlas.
Desde la borda de la Santa Eulalia, Pareja contemplaba enrabietado la batalla. Las primeras descargas de sus arcabuceros habían sido casi a toca penoles, pero la galera había logrado separarse lo suficiente para que no le llegasen los pelotazos de arcabuz y se sentía impotente. Maldecía a Andreu Coves por tener una nao tan lenta y le amenazada con toda clase de martirios si no se daba más prisa. El marino hacía todo lo que podía, aunque no era mucho, en tanto que la mitad de su gente había saltado con Lapiedra a la galeota.
Poco a poco, Lapiedra y sus hombres se abrían camino. Mucho daño llevaban en sus filas, pero también la morisma estaba padeciendo lo suyo. Llegaba ya a pisar el castillo do se hallaba Al Simún con lo mejorcito de su gente y había podido ver que Guirau, con bastante ayuda de los galeotes, tenía ya por frente los cañones enemigos. Al Simún se dijo entonces que, definitivamente estaba ya todo perdido. Había visto a los forzados asomarse a la cubierta, coger de las piernas a sus marinos y arrastrarlos hacia bajo de donde no volvían a salir como no fuese a pedazos. Y allí delante, a unas pocas varas de distancia, estaba ya aquel perro que le mandara a galeras años atrás. Bajó la cabeza y soltó la espada que llevaba en la mano.
-Clemencia –pidió.
Lapiedra se sorprendió al escuchar aquello en castellano perfecto. Tardó unos segundos en reaccionar, pero finalmente gritó.
-¡Cese el combate! ¡La morisma se rinde!
Aún hubo algún que otro degüello y Lapiedra tuvo que repetir la orden. Se hizo entonces un silencio pesado que duró un instante largísimo hasta que desde abajo, desde los bancos de los galeotes, surgió un griterío aún más ensordecedor que la batalla que había tenido lugar.
Guirau llegó junto a Lapiedra. Llevaba en las manos una espada curva con la empuñadura labrada.
-Mi capitán, la nave es nuestra –dijo el sargento-. Mire su merced lo que he capturado. Debe valer…
-Luego, Guirau –interrumpió Lapiedra-. Ordena a la galeota que se separe de la galera y que se coloque a la banda de la nao. La galera, también.
El griterío no cesaba. De hecho, se había extendido a la nao do Pareja había cogido la bandera de la compañía y la agitaba como un poseso. Finalmente, después de un crujido, la galeota pudo sacar su espolón del costado de la otra nave y ambas, bien que un poco cansinamente, se movieron para juntarse al bajel cristiano.
Lapiedra se encaró entonces con Al Simún que, bien sujeto entre dos milites, parecía estar rezando. Reconoció que había algo familiar en aquel rostro barbado que asomaba bajo el turbante, pero no terminaba de reconocer…
-Ya no me recuerda vuesa merced, señor capitán Lapiedra –dijo el berberisco.
-Ahora me acuerdo, hideputa –replicó Lapiedra después de un momento-. Con esa barba y ese trapo en la cabeza se me hacía difícil, pero ya sé quién eres. Ya se me hacía un poco raro que un moro hablase tan bien el español, señor médico Sanjuán.


-Vaya por Dios –dijo Pareja-. Si es nuestro querido amigo el médico Sanjuán. Te hacía muchas cosas, pero no un hideputa renegado.
El corsario estaba sobre la cubierta de la “Santa Eulalia”. Los grillos en los pies y en las manos le habían hecho perder el porte arrogante que tenía en el castillo de su galera. Un grupo numeroso se arremolinaba en torno suyo.
-Había pensado en ahorcarte –dijo Lapiedra-, pero a lo mejor te dejo con vida para que te juzguen como renegado.
-Ya puede ahorcarme su merced, señor Lapiedra, porque no pienso volver a tocar un remo.
-¿Lo colgamos ya, mi capitán? –preguntó Guirau que se había terciado a la cintura el alfanje labrado.
-A este, aún no –respondió el oficial-. Vamos a colgar a los malnacidos que hundieron la galeota con toda aquella gente cristiana encadenada a los remos.
-No sé cómo los vas a distinguir –apuntó Pareja.
-Averígualo, Guirau. Y si no te aclaras, manda ahorcar a unos cuantos. A los que te parezca. Al fin y al cabo son todos de la misma patulea. ¡Señor Coves!
Llegó el capitán de la nao a todo correr. No podía ser de otro modo. Aquellos hombres habían salvado su barco.
-Meta su merced a este pájaro en el lugar más profundo deste barco y póngale unas cuantas cadenas más encima. Lo mantiene vigilado todas las horas del día. Quiero que llegue con vida a Nápoles.
-No estuvo mal el asalto a la galera –dijo Pareja una vez que él y Lapiedra estuvieron solos. ¿Hemos perdido mucha gente?
-No –respondió Lapiedra-. Algo más de una veintena. Casi todos, muertos. Han respondido bien. Tampoco los arcabuceros lo han hecho mal.
-Sí –dijo Pareja con un punto de burla-. Todos hemos sido muy valientes. Sobre todo tú con eso de pintar con sangre el escudo. Menudo fantasmón estás hecho, Bosco.
-¿Y qué querías? –replicó el otro fastidiado-. De alguna forma había que motivar a la gente.
-Que sí, hombre, que sí. Todo ha sido muy bonito y muy heroico. Hemos ganado y hemos capturado dos bajeles berberiscos. Cuando don Felipe de España de entere se escurrirá del gusto. Capaz que le hace un hijo a la soberana.
-Vete a la mierda, Pareja.
-No te enfades, hombre. Vamos a sacar un pellejo y a beber a la salud de las armas de Su Majestad don Felipe. Y brindaremos también porque este leño llegue cuanto antes a Nápoles. Que curioso. Ya no me siento mareado.


Día y medio más tarde del combate, la “Santa Eulalia” y los dos bajeles capturados entraron en Nápoles. Mediada la mañana del mismo día de la batalla, dándose cuenta de que la nao se había descolgado del convoy, dos galeotas de la escolta corrieron a buscarla. Una se quedó para protegerla y otra regresó a Nápoles a dar la noticia de la victoria.
Una multitud esperaba en los muelles. Aunque no era la primera vez que ocurría, siempre era una buena noticia eso de haber rendido dos galeras berberiscas.
-Mira –dijo Pareja señalando con la cabeza en dirección al puerto-. Se diría que en esta nao llega el mismísimo don Alejandro Farnesio. Ni que hubiésemos ganado lo de Lepanto.
Lapiedra no contestó. No había sido, ciertamente, lo de Lepanto, pero tampoco había estado tan mal. No todos los días se acaba así, casi de un plumazo, con una flotilla corsaria. La verdad era que Lapiedra estaba orgulloso de lo hecho. Él era soldado de tierra adentro y sabía casi nada de las cosas de la mar. Aquella victoria, se decía para sí, no dejaba de tener su mérito. Y más aún cuando la mayor parte de su bandera era novata. Cierto que entre sus milites había veteranos reenganchados, como el sargento Guirau, el tudesco Grungen Grungen o el propio Pareja, doctores los tres en eso de hacer guerra, pero la mayoría de la tropa era nueva, alistada unos meses antes en Elxe y la comarca. Nuevos y todo, lo habían hecho tal como se esperaba. No podía haberse dado un principio mejor.
-Bueno –siguió Pareja-, ya veo que estás soñando con nuevas y gloriosas conquistas. Yo también. Por allí veo revolotear unas cuantas faldas que seguro que están ansiosas de que este glorioso tuerto les cuente cómo ha ido nuestro glorioso combate en el mar.
-Antes habrá que alojar a la bandera –dijo Lapiedra- y ver qué se hace con los bajeles capturados.
-Eso es cosa tuya, mi querido Bosco –dijo Pareja-. Tú eres el capitán. Yo sólo soy un pobre reformado.
-Te vienes conmigo y me ayudas. Ya tendrás luego ocasión de visitar todas las tabernas que quieras.
-¿A qué quieres que te ayude? No me fastidies, Bosco. Para esos menesteres ya tienes a Guirau y a Grungen Grungen. No sé a qué tengo que ayudarte.
-En cuanto desembarquemos, forma a la bandera. Los presos, delante y bien custodiados. Al hideputa de Sanjuán lo pones en el centro, bien cargado de cadenas y con un cartelón colgando de cuello que diga que es un renegado para que se sepa bien quien es.
-¿Qué te parece si lo empelotamos para que pase aún más vergüenza? –sugirió Pareja con un punto de ironía.
-Me importa una mierda la vergüenza que pase ese malnacido. Es un renegado y ha muerto a no pocos cristianos.
-Te va a coger más enemiga de la que te tiene. Claro que, como va a terminar sin cabeza o colgando de un madero, a ti que más te da. Y ahora que digo eso, ¿no tendríamos que haber quitado ya los adornos? –dijo Pareja señalando los cadáveres berberiscos que colgaban de las vergas de las naves capturadas -. Están ya un poco descompuestos y no son muy agradables de ver.
Lapiedra miró hacia los cuerpos que, tras la batalla, había colgado Guirau. Alguno se había hinchado hasta el punto de parecer que iba a reventar. A todos les asomaban fuera de la boca unos colgajos negros que antes habían sido las lenguas y a varios tenían las cuencas de los ojos vaciadas. Un festín para las gaviotas.
-Que los descuelguen los marinos –dijo Lapiedra-. ¿Qué son esas cajas?
Desde una de las calles que daban al puerto llegaba el sonido ronco de varios tambores. Al poco asomaba un cortejo encabezado por la bandera coronela de Juan Arévalo de Sotomayor, maestre del tercio. Seguía un escuadrón de lanzas a caballo y el propio maestre también montado.
-El mismísimo don Juan viene a recibirnos –dijo Pareja-. Que bonito es un desfile militar. Míralos, todos ordenaditos y lustrosos y marcando el paso como es debido.
-Te recuerdo que tú también eres soldado –replicó Lapiedra con sorna.
-Yo soy soldado –admitió Pareja-, pero me gustan poco todas esas plumas y esos capotillos galoneados. Ya me gustaría ver a todos esos caballeros emplumados en una buena ensalada de tiros.
-Estamos a punto de atracar. Coge la bandera y forma a los hombres como te he dicho.
-¿Por qué tengo que coger yo el trapo? –protestó Pareja-. Que lo coja Guirau que es sargento.
-Desde anteayer lleva sangre y pólvora, así que ya es bandera. Y Guirau sólo es sargento. A falta de alférez, la llevas tú que eres reformado. Y haz el favor de no gruñir tanto.
Pareja siguió gruñendo hasta que la bandera estuvo formada. Alrededor de los soldados se arremolinaban los curiosos, los marinos de las naves atracadas y alguna que otra moza de moral distraída. Todos querían ver al terrible Al Simún cargado de cadenas y con aquel cartelón que pregonaba su condición de cristiano renegado. Lo vítores habían cesado para dar paso a los insultos y a las amenazas de muerte al corsario que, pese a todo, miraba torvamente a unos y a otros.
Comenzaron a caer objetos; algún pescado o alguna fruta convertidos en proyectiles, que pronto dieron paso a las piedras.
-Guirau –llamó Lapiedra.
-A la orden –respondió el sargento llegando a la carrera.
-Ordena a esa gente que no le tire más cosas al moro. Al final me van a descalabrar a alguno de los milites.
No hizo falta. Las cajas del cortejo de don Juan Arévalo de Sotomayor, calladas al entrar al puerto, volvieron a doblar. Replicaron las cajas de la bandera “Acero del Rey” y la gente volvió aprestar atención. Las dos tropas se pusieron en movimiento al encuentro una de la otra.
-A la orden de vuestra excelencia, señor maestre de campo –se cuadró Lapiedra.
-Veo, capitán Lapiedra, que vuesa merced ha tenido encuentro con la morisma –dijo Arévalo ya desmontado.
-Nada grave, señor maestre de campo –dijo Lapiedra quitando importancia al asunto-. Una escaramuza y poco más.
-No sea su merced tan modesto, que no le cuadra el gesto con esa postura arrogante de soldado viejo. Ande, pida un caballo y acompáñeme que he dispuesto un alarde por toda la ciudad.
-Con el permiso de vuestra excelencia, preferiría hacer el alarde a pie y al frente de mi bandera –replicó Lapiedra-. Casi toda es tropa nueva y no quiero que así, de primeras, crean que les hago de menos.
-Iremos los dos a pie entonces.
Se acercó el maestre de campo hasta el corsario preso y lo miró despacio.
-Así que tú eres el terrible Al Simún, grandísimo hijo de puta renegado. Te vamos a ahorcar bien alto y vas a sacar más lengua que esos que cuelgan de las vergas. Vas a tener una muy buena vista de Nápoles –dijo don Juan Arévalo. Se volvió a Lapiedra y añadió-. Bien hecho, capitán. A esto le llamo yo entrar en Nápoles con buen pie. Se hace tarde. Vamos con el alarde. Que doblen las cajas. Que todo Nápoles se entere.
El desfile iba a reanudarse y, para fastidio de Pareja, no hubo modo de liberarse de la bandera. Tampoco estaba tan mal en realidad porque, con eso de llevar el trapo al hombro, iba a ser quien más se luciera. De todos modos, él era un veterano y, aunque fuese con la bandera a cuestas, no le atraía para nada la idea de desfilar por Nápoles que no era otra cosa que perder un tiempo que se podía emplear en dar cuenta de unos cuantos tragos y en agasajar a alguna napolitana.
Lapiedra se volvió hacia él y le dirigió una sonrisa de burla.
Pareja devolvió el gesto, claro. A ver qué se había creído aquel mendrugo que se decía capitán. Bueno, vale, lo era.
Sonaron de nuevo las cajas de guerra. Pareja soltó un bufido de fastidio y se acomodó la bandera. A desfilar se ha dicho. Ya se las haría pagar. Pero, de súbito, se le pasaron las ganas de buscar el modo de fastidiar a Lapiedra. Resultaba que, con el trapo a cuestas, estaba más que vistoso y dos mozas, allí, entre la gente, comenzaron a hacerle guiños, o eso le pareció. Se irguió como un pavo, se ajustó el talabarte y comenzó a marcar el paso sacando a relucir todo su aire de veterano.
Con o sin desfile, Nápoles era una ciudad para disfrutarla.

***

María del Carmen se despertó un poco asustada. Parecía que Lapiedra había dicho alguna cosa en voz alta. Se apartó un poco y se tranquilizó al instante. A la escasa luz que entraba por la ventana se veía que el soldado dormía plácidamente.

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