sábado, 28 de mayo de 2011

Boudica V


La mujer que tose


Boudica abre los ojos y le cuesta recordar dónde se encuentra. Hay poca luz; la que entra por un ventanuco que se abre muy cerca del techo. El suelo no está duro, pero es porque no es el suelo. Se halla tumbada sobre un camastro sencillo, pero cómodo. Al menos, más cómodo que cualquiera de los lugares en los que ha tenido que dormir desde… El lugar es cálido y agradable. El tacto de la manta que la cubre es suave y hasta el aire parece que huele bien; tan bien como su cabello que ha dejado de ser una maraña de algo parecido a una planta de espinos y ha recuperado su color normal.
Recuerda poco de la noche anterior. Estaba agotada, completamente agotada. Cayó varias veces rendida. Lo pies sangraban y el romano no se detenía. Parecía querer llegar cuanto antes. Durante la jornada se habían tropezado con otra patrulla, más numerosa que la anterior.
-¿Y esa mujer? –preguntaba el que mandaba.
-Botín de la batalla –respondía el romano.
No hicieron más preguntas. El salvoconducto del gobernador Suetonio Paulino hacía efecto.
“Pero el romano no quiso arriesgarse más y decidió evitar el camino. No se detenía, ni miraba hacia atrás”.
Al cabo de las horas, Boudica dijo:
-Tengo que parar.
Cota se detuvo sólo el tiempo necesario. Luego, otra vez adelante.
Nadie hubiese imaginado que allí quedaría alguien. Cota ofreció dinero. Comieron y subieron a las estancias de arriba.
Boudica recuerda a la mujer mayor, muy mayor, cepillándole el pelo, dándole tirones; la recuerda mirándole los pies y arrugando la nariz. Y recuerda también al romano plantado en la puerta mirando en silencio. Le trajeron una especie de palangana grande para que se quitase toda la mugre que pudiese. Boudica no recordaba el tiempo que hacía desde la última vez que había podido lavarse.
Y dormir en algo que no fuese el suelo.


Cayo Flaminio Cota respira y cierra los ojos. Luego vuelve la vista hacia el lugar en el que duerme la mujer y se pregunta por qué no acaba ya con todo. Lo más sencillo sería acercarse y, de un golpe, separarle la cabeza del cuerpo. Cota es romano y ha tenido que matar a otros romanos.
Acaricia la hoja de la espada, la misma que perdió en la emboscada; la misma que Boudica enarbolaba como su trofeo personal, la misma que la mujer ha conservado como si fuese lo único de valor que le quedaba.
Cota acaricia la hoja y mira a Boudica que duerme. “Suetonio Paulino se conformará con la cabeza. Si ha muerto, tráeme su cabeza, me dijo. No hace falta más. Sólo la cabeza”. Se repite una y otra vez que es peligroso continuar así. ¿Y si hay alguien más que pueda reconocer a la mujer?
Cota acaricia la hoja del gladio y mira a Boudica que duerme. Y recuerda las cicatrices en la espalda de la mujer. Cicatrices de flagelo romano. Son inconfundibles.
“Pero, ¿eso le da derecho a lo que vino después?”. Se obliga a no sentir ninguna simpatía. Él ha visto desde su jaula la venganza de Boudica. Y todos los días, todos, hasta el final de aquella locura, le rajaban las palmas de las manos para que no pudiese escapar. La mujer tiene sus cicatrices, pero Cota también tiene las suyas.


Teserago escucha en silencio y asiente de vez en cuando mientras mira de reojo. Quiere creer lo que está escuchando, pero es todo tan confuso que prefiere mostrarse escéptico. El joven ha repetido ya dos veces la historia, atropelladamente al principio, más calmado ahora.
-¿Estás seguro? –pregunta Teserago. Lo ha preguntado ya, pero insiste.
El joven asiente con vehemencia. La reina está viva. Él mismo estuvo con ella después de la batalla. Escapaban por el bosque y llegaron al camino de Londinum. Allí, siguiendo sus órdenes, se separaron. Ella se fue con Boergeles.
Teserago mira hacia lo alto y niega con la cabeza. Habrá que ir en su busca. Es la reina de los icenos. Quizá hubiese sido mejor que hubiese muerto en la batalla.
-¿Cuánto hace de eso? –pregunta.
-Varios días –responde el joven-. Cinco. Tal vez seis.
“O tal vez más”, piensa Teserago. “Quizá ya haya muerto. Quizá los romanos…”. Pero desecha esa idea de inmediato. Si los romanos hubiesen encontrado a Boudica ya lo sabría toda Britania.
Teserago mira a su alrededor. Apenas tres docenas de hombres y mujeres se cobijan en la orilla del río frente a uno de los islotes sin nombre. No hay nada para comer. No pueden hacer fuego. Los romanos están por todas partes. Una mujer tose continuamente. Como casi todos, llegó sola y le cuesta mezclarse con los demás. A todos les cuesta un poco. Hay mucha desconfianza.
“No podemos regresar”. Teserago lleva pensando lo mismo desde el día de la batalla. Ya no hay país de los icenos. No hay dónde regresar.
“Tendríamos que alcanzar el país de los pictos”.
Pero es precisamente en esa ruta donde los romanos son más numerosos. El gobernador de Britania sabe que la mayoría de los derrotados tratará de alcanzar el norte lejano y las patrullas son muy abundantes. Teserago ha tenido que eludirlas con mucha frecuencia esos días. Al principio huía solo, pero pronto se encontró con otros que hacían lo mismo que él. Algunos estaban tan aturdidos que no sabían dónde estaban.
-¿Qué hacemos?
La pregunta del joven saca a Teserago de sus pensamientos. “¿Qué hacemos? Escapar. Tratar de correr más que los romanos”.
-Hay que ir en busca de la reina –insiste el joven-. Ella encontrará la solución.
El énfasis del joven es casi enternecedor. Lo sería si la situación no fuese tan extrema.
-¿Dónde quieres buscarla? –pregunta Teserago.
-Se fue con Boergeles hacia Londinum.
-Probablemente ya haya muerto.
-¿Y si no es así? –insiste el joven-. Sigue siendo la reina. Hay que buscarla.
Teserago fue uno de los pocos que se negaron a ir a la guerra contra los romanos. Intuía las consecuencias. Intuía justo lo que había pasado.
Vuelve de nuevo la vista hacia quienes se arraciman en la ribera. Quieren cruzar y no saben cómo. ¿Cuántos de ellos estarían dispuestos a arriesgar de nuevo sus vidas por la reina? Pero el joven tiene razón. Si la reina vive, hay que ir a buscarla.
Teserago asiente. Lo comunicará a los demás. En realidad, lamenta la aparición de ese joven. Él quería desaparecer. Aunque todos quisiesen marchar hacia la tierra de los pictos, Teserago prefería detenerse en algún lugar a medio camino, esconderse y esperar a que pasase la tormenta de sangre desencadenada por el gobernador Suetonio Paulino. Ir hacia el país de los pictos era poco menos que un suicidio. Además de las patrullas, en la misma ruta está acuartelada la IX Legión. Y fueron precisamente legionarios de la IX los primeros en caer en una emboscada de los britanos al inicio de la rebelión. Nadie en su sano juicio tomaría ese camino.
-Iremos a buscar a la reina –dice Teserago-. Pero no digas nada aún.
Asiente el joven y se queda junto a Teserago. Se siente bien al lado de ese hombre que había sido uno de los cercanos a la reina. Es uno de los guerreros de fama.
-¿Cuál es tu nombre? –pregunta Teserago.
-Dumeges –contesta el joven.
-Bien, Dumeges. Para buscar a la reina hará falta valor y discreción.
-Puedes contar conmigo. Aún conservo la espada.
-Ya puedes tirarla o esconderla –dice Teserago-. Si los romanos sospechasen siquiera que tienes un arma…
-Pero…
-Nada de armas. Si hemos de vencer, será con esto –Y Teserago se señala la cabeza con el dedo.
Dumeges es joven y no termina de convencerse, pero admite que el otro tiene mucha más experiencia. De todos modos, se dice que, aunque no la lleve a la vista, tratará de conservar su espada. No se sabe qué puede ocurrir.
-Creo que ya sé qué vamos a hacer –dice Teserago. Y mira a la mujer que tose.
Y piensa que una cosa será encontrar a la reina y otra muy distinta traerla con ellos. ¿Y si en ese tiempo los romanos la han capturado? Ni pensar en liberarla. Eso si ya no ha muerto. En la mente de Teserago se forma la imagen de la reina clavada en una cruz a la entrada de Londinum. Los romanos son muy aficionados a las cruces.
De todos modos, la obligación es intentar encontrarla y traerla de vuelta. ¿De vuelta? ¿Dónde? Ya no hay país de los icenos. Pero, insiste Teserago para sí mismo, “hay que encontrar a la reina”.


Cayo Flaminio Cota es un veterano de la IX Legión y está hecho a todos los rigores. Pero también acusa el cansancio. Son demasiados días de tensión y hasta un centurión curtido como él necesita reposo.
Boudica entra en la estancia procurando no hacer ruido. Ha oído la respiración fuerte y acompasada de Cota. Debe estar durmiendo.
El hombre está tumbado boca arriba sobre el catre. Va completamente vestido. La espada, la misma que ella había portado como un trofeo, está desenvainada en el suelo, junto al camastro, como si hubiese caído mansamente de la mano abierta de Cota que cuelga muy cerca de la empuñadura.
Entra algo de luz y Boudica mira el cuerpo tumbado. También mira la espada que hay en el suelo. Aún está dolorida y probablemente volverán a sangrar las heridas de los pies. La respiración de Cota se agita y hay algunas convulsiones. El romano está soñando.

Teserago camina despacio. Más despacio de lo que sería necesario, piensa Dumeges. No parece tener prisa por encontrar a la reina.
Camina despacio mientras recuerda la ceremonia. Dos docenas de antorchas iluminaban el camino y varios hombres portaban el cuerpo hacia la cueva. Era un riesgo. Las luces podían atraer a los romanos.
Aquella mujer, de la que ni siquiera sabía el nombre, estaba enferma. No iba a sanar. O tal vez sí, pero eso ya no importaba. La noche antes, Teserago habló con Dumeges. Al amanecer, la mujer no se movía. Estaba muerta. A nadie le extrañó. No había dejado de toser desde que llegó.
Teserago miraba a su nuevo compañero. Dumeges asintió. Ya estaba hecho. El joven incluso había colocado bien la cabeza para que no se notase que la mujer tenía el cuello roto. No iba a sanar. Probablemente moriría pronto. Ahora tocaba lo más difícil.
Reunió a todos y, sin acusar emoción, anunció que la reina había muerto aquella noche. La enferma, la muerta, era Boudica de los icenos. No le creyeron al principio, pero Teserago insistió. Él la conocía bien. Era uno de los cercanos a la reina. De aquel grupo era el único que la podía reconocer. Ella lo sabía y le pidió que guardase silencio.
Los britanos dudaban. ¿Por qué no les había dicho nada antes? ¿Por qué no se había dado a conocer?
Por varios motivos. Vergüenza por la derrota, decía Teserago. Y también porque todos estarían más seguros si ignoraban su existencia.
-Pero ha muerto. Ya no tiene sentido mantener el secreto.
La mujer muerta tenía el cabello rojo. Alguno recordaba que se decía que la cabellera de la reina parecía una llama. Tal vez fuese cierto que fuese el cadáver de Boudica.
Teserago asentía. En realidad, la reina no tenía el cabello tan rojo como la muerta, pero aquello ayudaba.
-Hay que enterrarla como se merece. Ahí enfrente, en la isla, para que los romanos no puedan encontrarla nunca.
No fue posible. No había modo de cruzar. Alguien habló de una cueva cerca de allí. La depositaron cuando ya era de noche. Iluminaban el camino con antorchas a pesar de que Teserago no estaba conforme. “Si los romanos ven toda esta luz…”
Cerraron la entrada con piedras y ramas. Había que estar muy cerca para darse cuenta de que allí había una cueva.
-Si la reina ha muerto, ¿quién es el rey? –preguntaba uno.
-Nadie. Al menos, por ahora –respondía Teserago.
-¿Qué hacemos?
-No podemos continuar juntos. Somos demasiado numerosos.
Teserago pide que se separen, que traten de llegar a la tierra de los pictos o a cualquier otro lugar.
-Pero no vayáis al país de los icenos.
Se separan y Teserago se marcha con Dumeges hacia Londinum. Con ellos va otro hombre y una mujer.
Camina despacio y piensa que, más tarde o más temprano, alguno de aquellos será capturado. Los romanos son muy hábiles torturando y muy pronto se extenderá la noticia de la muerte y el funeral de la reina.
-¿Qué ganamos con eso? –preguntaba Dumeges la noche anterior.
-Tiempo y seguridad para encontrarla. Incluso si la han capturado, los romanos dudarán. Quizá la muerte de esa infeliz haya salvado a la reina.

Cayo Flaminio Cota se despierta sobresaltado. Mira hacia todos lados. Hay luz en la estancia y le ha parecido escuchar un ruido. Se alza maldiciéndose. ¿Cómo ha podido dormirse? Su mano tropieza con algo. Junto a él, sobre la cama, está el gladio.
Cota toma la espada y entra en la otra habitación. Boudica está tumbada en el lecho cubierta con la manta. Tiene los ojos abiertos y mira al romano. No habla, pero sus ojos dicen: “He podido matarte por segunda vez. Y no lo he hecho”.

Manuel V. Segarra. Mayo 2011

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