martes, 28 de junio de 2011

Boudica VI


La brecha en la cabeza

Apenas ha cambiado el gesto Boudica en todo el tiempo. Sólo gritó una vez. Justo cuando el centurión Cayo Flaminio Cota caía por la ladera con la cabeza sangrando. Quedó inmóvil allá abajo. La maleza cubría casi todo su cuerpo y sólo se veían los pies. No se movían.
-¿Está muerto? –preguntaba Teserago.
-Seguro que lo está –respondía Dumeges. Y mostraba la piedra ensangrentada que aún portaba en la mano.
-Habría que asegurarse.
Hay una buena caída hasta el cuerpo. La ladera es empinada y está cubierta de matorrales. Dumeges duda. ¿Bajar? El romano no ha podido sobrevivir. Él mismo le ha abierto el cráneo con la piedra. La cabeza sangró tanto que salpicó la cara de Dumeges. Cayó por la ladera golpeándose con todo.
-Seguro que está muerto –insiste.
Teserago asiente, pero no está tan seguro. Intuye que el romano puede estar aún con vida. Una brecha en la cabeza es escandalosa, pero no necesariamente mortal. Tal vez esté con vida, pero quizá muera pronto. Y aunque no muera tardará en recuperarse. Para entonces, ellos ya estarán lejos.
-De acuerdo –admitía Teserago-. Vámonos.
Hubo que dar un tirón del brazo de Boudica. Ella se había quedado con los ojos puestos en la ladera.
-Vámonos de aquí, señora. Este lugar se ha vuelto muy peligroso.
Costó mucho acabar con el romano. A pesar de la sorpresa y de que ellos eran cuatro, reaccionó de inmediato. Dumeges se abalanzó sobre él espada en mano, pero fue desarmado al primer golpe. Teserago ni siquiera había visto cómo aparecían las dos espadas en las manos del romano. ¿Cómo iba nadie a imaginar que llevaría dos? Mató casi a la vez a los otros y habría acabado con todos si Dumeges no hubiese sido tan rápido con la piedra. Teserago se repite que serían ellos quienes estarían ahora allá abajo.
Se alejaron rápido de allí aunque no tan rápido como hubiese sido deseable. La reina Boudica se quejaba de sus pies heridos. El lugar no parecía ser muy frecuentado, pero en estos tiempos no resulta prudente para un britano permanecer mucho tiempo en un mismo sitio.
Se detuvieron en mitad del bosque cuando ya comenzaba a oscurecer.
-Vigila –ordena Teserago a Domeges y se acerca a la reina que está sentada en el suelo.
-¿Me recuerdas, señora?
Boudica asiente sin mirar.
-Eres Teserago.
-¿Cómo te encuentras, señora?
-Cansada.
El britano mira a la reina y se pregunta qué pasa por su cabeza. No ha hablado en todo el camino. No ha cambiado el gesto. No parece haberse alegrado de su rescate.
-Ahora estás con los tuyos.
Boudica asiente de nuevo y Teserago prefiere alejarse y dejar a la reina con sus pensamientos.

Piensa Boudica en todo lo que ha ocurrido y se pregunta qué habrá sido de Cota. Quedó allá abajo sangrando. Ella gritó cuando ese joven, Dumeges, le abrió la frente y prolongó el grito mientras el romano rodaba ladera abajo golpeándose con todo.
Boudica está libre, pero no sabe si se alegra o no. No quiere pensarlo mucho porque es posible que no le guste su propia respuesta. Además, esta libertad es ficticia.
“¿Libre? ¿Para qué? Sólo para seguir escondiéndome como un animal acosado”.
Dumeges la llama “reina”, pero Boudica no se siente reina de nada.

Teserago está disgustado. La reina no habla y, de vez en cuando, gira la cabeza hacia atrás. Teserago piensa que la mujer espera que aparezca el romano.
“Está vivo –piensa el britano-. Ella intuye que el romano está vivo. Y yo, también. Y si está vivo, nos está buscando. No, a nosotros no. Buscará a la reina”.
Recuerda la pelea con Cota.
“Había rabia en sus golpes. No luchaba por su vida. Luchaba para impedir que le arrebatasen su presa”.
Teserago vuelve la vista hacia Boudica que sigue con su gesto distante y con la mirada perdida en la espesura. Ni siquiera les ha dado las gracias. Dos britanos han muerto ante sus ojos para liberarla, pero ella ni siquiera se ha conmovido.
“El romano llevaba cautiva a la reina, pero ella no iba atada. Caminaban ligeros los dos por aquella senda de la colina. Boudica no se alegra de haber sido rescatada”.
Está cercano el mediodía. Se han detenido y Dumeges se sube a vigilar a lo alto de una roca. Y de nuevo la mirada de Boudica hacia algún punto del bosque molesta a Teserago.
Se acerca a la reina y le pregunta:
-¿Dónde te llevaba el romano, señora?
-A la muerte.
Asiente el britano.
-¿Sabe quién eres?
-Si.
La reina no quiere hablar, pero Teserago insiste. ¿Dónde la llevaba el romano?
-Tiene órdenes de entregarme al gobernador Suetonio Paulino.
El britano asiente, pero no le gusta lo que ha oído.
“Ha dicho `tiene órdenes´ en lugar de `tenía´. Ella piensa que el romano está vivo”.
-Puede que haya muerto, señora.
Boudica mira un instante a Teserago y devuelve la vista a la espesura sin replicar.
“Ella piensa que está vivo. Y yo también”.
Dumeges desciende de la roca y pide silencio con el dedo en los labios. Desde algún punto del bosque se oye ruido de caballos y voces. Se acercan, pero no demasiado. Y, poco a poco, el ruido se va apagando hacia Poniente.
Teserago maldice por lo bajo. Ahora no pueden moverse. No pueden hacer el más mínimo ruido.
Boudica no ha llegado a hacer un solo gesto. Ni miedo, ni siquiera un punto de inquietud.
“Todo le da igual. Todo, menos el romano”.
El britano empieza a pensar que la reina no quería ser rescatada.
“Caminaban ligeros por la senda y ahora camina más despacio. El romano iba delante. No la llevaba atada y no se giraba. Sabía que ella sequía ahí. La reina no quería ser rescatada”.

Abre los ojos Cota. Abre sólo uno porque el otro está cubierto de una costra reseca de sangre y polvo. El centurión tiene todo el cuerpo dolorido y unos cuantos rasguños, alguno bastante profundo, le cruzan el pecho y la espalda.
Sentado, se palpa buscando algún hueso roto. Aunque maltrecho, todo parece estar en su sitio. ¿Cuánto tiempo ha pasado? No mucho. El Sol apenas ha comenzado a declinar.
Ahí abajo hay un arroyo. Cota recoge el contenido de la bolsa que se ha esparcido durante la caída y procura no hacer caso del dolor que parece taladrarle la cabeza.
A unos pocos pasos está una de las espadas. La otra debió quedar arriba. Sin duda la habrán cogido los que le asaltaron.
“Hay que ser idiota –piensa Cota mientras se lava-. Tenían que haber bajado a rematarme. Ahora serán ellos quienes mueran.
Descansa y come un poco. La herida de la frente ha vuelto a sangrar al lavarla y la ha cubierto con un trozo de lienzo. La cabeza ya no duele tanto.
Cayo Flaminio Cota regresa a la senda a media ladera. Ahí están, boca arriba, los cuerpos de los dos britanos a los que ha matado. La espada ha desaparecido.
-Bien –dice en voz alta-, vamos a matar a los otros dos.
Es media tarde. En algún punto de la espesura están quienes se han llevado a Boudica. Y el mismo cota se sorprende de su propio pensamiento. Quienes se la han llevado; no quienes la han rescatado.

Teserago ha estado inquieto toda la noche. Trataba de tranquilizarse pensando en las escasas posibilidades del romano en dar con ellos. “La zona es muy amplia y, además, estamos armados. Antes ha matado a dos de nosotros, pero no es invencible. Podemos terminar lo que dejamos a medias”. Teserago da por hecho que Cota está vivo. “Está vivo y nos está buscando”.
Dormía a ratos incómodo también al ver a Boudica despierta y mirándolo fijamente. “Me mira como si quisiera verme muerto. O como si ya estuviese muerto”.
Amanece y el britano está agotado. Mucho más que Dumeges que ha pasado buena parte de la noche en vela consciente.
-Hay que vigilar -decía.
Teserago no lo creía necesario. Pensaba que también el romano tendría que dormir. Pero Dumeges quería vigilar. Era joven y ansiaba hacerse notar delante de la reina.
“Anduvo rápido Dumeges con la piedra. Lástima que no rematase al romano”.
No hay tiempo para comer. Ya lo harán mientras caminan.
-Tenemos que seguir, señora.
Boudica se alza sin una palabra y espera a que Teserago decida por dónde continuar. El Sol ha comenzado a subir, pero la reina piensa que ya debe hacer rato que Cota se ha puesto en marcha y se pregunta si será capaz de encontrarles.
Camina detrás de Teserago y gira levemente la cabeza de vez en cuando. Dumeges cierra la marcha y mira hacia todos lados con aire hosco. Quiere que la reina sepa que es un guerrero feroz dispuesto a pelear cuando haga falta. Ya lo demostró cuando mandó al romano rodando ladera abajo con la cabeza abierta. También lo demostró antes, en la rebelión, pero ahí Boudica no estaba cerca y no podía verlo.
Algo decepcionado se siente Dumeges. Él había sido uno de los que escaparon con la reina después de la batalla y pensaba que la reina se alegraría de volver a encontrarle. Al fin y al cabo ha sido gracias a él que está ahora libre. Pero no parece que Boudica le haya reconocido siquiera. Y si lo ha hecho, no le ha dirigido la palabra.
De vez en cuando ha pensado Boudica que el rostro de Dumeges le resulta familiar. Pero la mente de la reina está en otra parte.
Hay un punto de culpa en sus pensamientos. Se repite que tenía que estar contenta por haber sido rescatada, pero no lo está. Y eso le hace sentir que está traicionando a los suyos. Y siente también que comenzó a traicionarles el día que comenzó la rebelión.
“Algunos no querían alzarse contra Roma. Al menos, no en ese momento. Pero los más decían que era la ocasión de arrojar fuera de Britania a los romanos. Arrojar fuera a los que no hubiesen muerto. Mataríamos a todos los romanos y a todos los amigos de los romanos y yo ya no sería Boudica de los icenos. Sería Boudica de Britania”.
Se dejó convencer y no hizo caso de esos otros como Boergeles, que ahora estaba muerto en algún lugar de Londinum, o como el propio Teserago que había arriesgado su vida para rescatarla.
“Precisamente ellos, los que no querían la guerra, han sido quienes más han arriesgado por mí desde el día de la masacre”. Y ese pensamiento hace que su sentimiento de traición sea aún mayor.
“Quizá lo mejor sería quedarme aquí y dejar que Teserago y Dumeges se marchen; que se olviden de que hay una mujer que una vez fue reina de los icenos; que se olviden de todo y que vuelvan a vivir libres y tranquilos sin ocuparse de mí”.
Quizá, aunque no quiera admitirlo, lo mejor sea esperar en ese mismo punto del bosque la llegada de Cota.
-Tengo que parar -dice la reina.
Teserago asiente y deja que Boudica se meta detrás de los arbustos. Está cada vez más inquieto el britano y mira hacia todos lados sin saber qué pensar de la reina.
“Ya la hemos rescatado. ¿Qué tenemos que hacer ahora? Esta mujer ya no es la reina Boudica. Al menos, no es la reina que yo conocía. ¿Qué hacemos ahora? Está claro que ella no quería ser rescatada”. Y el britano recuerda el paso vivo de la mujer en pos del romano y el paso cansino que ha llevado desde que la salvaron.
“¿De qué la hemos salvado? Boudica quería continuar con el romano.

Cayo Flaminio Cota se sienta debajo de un árbol y piensa en lo difícil que va a ser encontrar a Boudica. El bosque es grande, muy grande, y, sin duda, los britanos lo conocen mejor que él. Sólo puede tomar como referencia el agua. Ellos necesitarán agua, pero también son abundantes los arroyos. Demasiados lugares en los que buscar. Se maldice por haber dejado que se la robaran. Tenía que haber sido más rápido.
No quiere hacerlo, pero se le escapa una sonrisa al recordar los días anteriores. La capa de suciedad que cubría el cuerpo de Boudica había desaparecido y los andrajos negros fueron sustituidos por otras ropas. Quizá no tan notables como los que habría tenido que vestir una reina, pero estaban limpios.
La anciana le había vendado cuidadosamente los pies y le había dado unas botas flexibles, abiertas en los talones. Cota dejó sobre la mesa algunas monedas; quizá más de las que hubiese sido necesario, pero no se arrepentía.
No quiere hacerlo, pero se le escapa una sonrisa cuando recuerda que Boudica le ofreció las manos para que las atase y él se negó. Cargó la bolsa de costado y comenzó a caminar con paso vivo. La reina le siguió.
Nadie podía imaginar que aparecerían aquellos cuatro y se maldice Cota por no haberlos visto antes. Salieron de repente, como si hubiesen estado esperando. Dos habían muerto, pero los otros se llevaron a Boudica.

Un sentimiento extraño comienza a brotar en la mente de Teserago. Tal vez sean los nervios, o la noche a media vela, o la decepción. O todo eso al mismo tiempo.
“¿Qué estamos haciendo? No hemos salvado a la reina. Hemos salvado a una zorra que no quería ser rescatada”.
El britano piensa rápido. Si Boudica no quería ser rescatada, quizá lo mejor sea devolverla a los romanos.
“El gobernador Suetonio Paulino ofrece una fortuna a quien le entregue a la reina Boudica”.
Piensa Teserago y no se da cuenta de que la mujer ha vuelto y está frente a él. Sin hablar, como siempre.
“Si la entrego a los romanos cesará la búsqueda. No habrá más muertos. Acabará la persecución. Boudica en poder de Roma sería lo mejor para los icenos y para todos los britanos”.
Y piensa también en la fortuna, en el oro romano.
“Tendría que marcharme lejos. Al país de los galos o más lejos aún, a Hispania, o a la misma Roma. Pero como un hombre rico y libre, sin temer por mi vida a cada instante”.
Porque Teserago sabe que nadie lo entendería. Entregar a la reina es lo mejor para todos, pero él sería considerado un traidor.

Manuel V. Segarra. Junio 2011

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