Muy formales, Pareja, Alvar y Micaela asintieron. Y hacia la taberna se
encaminaron todos. Al principio iba Lapiedra delante mientras el tuerto llevaba
cogidos a los dos niños, pero, al torcer la esquina, cuando enfilaban ya para
el Azafate, Micaela se soltó, se adelantó y cogió de la mano a Lapiedra. Al
soldado, sorprendido de entrada, le entró una cosa rara así por el pecho.
“Mira tú la mocosa esta
-pensó Pareja desde atrás-. Anda que no sabe. Hasta hará que se ablande un
mendrugo como Bosco”.
Lo cierto es que, menos
mal que el tuerto no podía verlo, a Lapiedra se le dibujó una sonrisa que
competía con las guías de su mostacho. Bueno, pues sí. El gesto de Micaela le
había hecho gracia. Uno podía ser muy soldado, pero también tenía su
corazoncito.
-Por aquí vive la tal
Melindrosa, ¿no? –preguntó Pareja con muy mala fe.
-No sé las veces que te
he dicho que se llama Melisenda –respondió Lapiedra tratando de no entrar al
trapo.
-Melindrosa de mirada
indecente… quiero decir… incesante.
-Pareja –replicó Lapiedra
girando la cabeza a medias-, no me hagas contestarte que hay niños. Vamos a
comer y tengamos la fiesta en paz.
No había nadie en la
taberna. Sólo el mozo que se apresuró con un punto obsequioso a preparar una
mesa. A Pareja le decepcionó un poco no encontrar a Vicenta, más que nada
porque la vez anterior no había podido platicar debidamente con la moza.
Lapiedra, por el contrario, prefería la ausencia de la tabernera. Ni tenía
ganas de ver a su amigo coqueteando como un pavo, ni quería preguntas sobre los
niños. Claro que el mozo, sin duda, se haría lenguas de los dos soldadotes que
habían estado comiendo con dos críos.
Se preguntaba Lapiedra
cómo era posible que, después de tantos años, aún se dejase enredar por el
tuerto. Lo de la amistad está bien, pero no es motivo para ir metiéndose en
todos los charcos. Bueno, concluía el soldado, a lo mejor sí que es la amistad
un buen motivo. Porque era verdad que Pareja se las pintaba solo para los líos,
pero también le había sacado a él de no pocas miserias. Como aquella vez en la
encamisada de San Sinforien. Allí fue precisamente donde…
-Deja de mirar hacia la
puerta, Bosco –dijo Pareja interrumpiendo los pensamientos de Lapiedra-. Si tu
Melindrosa tiene que pasar, pasará mires o no. Y sujeta mejor a Micaela, que
aún se dará de morros contra el suelo.
Y es que la niña no había
querido una silla. Prefería sentarse sobre las rodillas de Lapiedra y este
accedió, cosa rara, sin ningún gruñido. Pero, claro, una cosa era sentarse y
otra, estarse quieta. Y Micaela jugaba con el pan que había traído el mozo,
hacía bolas con la miga, se giraba hacia Lapiedra y le embutía los trozos en la
boca. Y, cosa más rara aún, el soldado se los comía sin chistar.
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