Calor
aquella mañana, aunque quizá no tanto como ahora.
Herein jugaba con su muñeca Tesa cerca
de la puerta de la casa grande. Jugaba y veía el trasiego de unos y otros. Más
allá de la cerca alta había vacas, cerdos y cabras. Dos hombres acarreaban
haces de palmas para reparar un techo y, al otro lado, un hombre hacía trotar a
un caballo.
A Herein le habían dicho que no se
acercase a la cerca alta. Se podía hacer daño. Tampoco debía acercarse donde
los caballos. Su madre se lo decía todas las mañanas y ella se lo repetía a su
muñeca Tesa. Tenía otra muñeca que se llamaba Romo. Era más nueva, pero casi
nunca jugaba con ella. Prefería a Tesa. El año anterior su padre la había
repintado y lucía muy bonita, tanto como
cuando era nueva. En otoño se le rompió una pierna y le compraron a Romo, pero
no era lo mismo y su padre reparó la pierna rota.
Herein adoraba a su padre. Era grande,
muy grande, hasta allá arriba de grande, y muy fuerte. Sabía muchas cosas y se
las contaba. Sabía cuando había que recoger el grano, cuando crecería el río.
Muchas cosas. Con él podía ir hasta la cerca alta y donde estaban los caballos
porque la cuidaba y no le pasaba nada. Y había repintado a Tesa para que
pareciese nueva y le había curado la pierna.
A veces daba un poco de miedo. Como en
la primavera, como el día que apareció con la cara pintada de rojo y vestido
con aquella cosa de hierro. Se había colgado la espada ancha. Su padre siempre
llevaba una espada en la cintura, pero la ancha la usaba pocas veces. Sólo
cuando tenía que marcharse.
Ese día la abrazó muy fuerte y le hizo
un poco de daño al apretarla contra esa cosa de hierro. Le daba besos y la
abrazaba con fuerza. Se asustó un poco, pero no mucho. Su madre sí que estaba
asustada. Y siguió estándolo hasta que regresó su padre.
Su madre era muy guapa. Era más guapa
que nadie. Más que su muñeca Tesa. Más que Tesa y Romo juntas. La reñía cuando
la veía acercarse a los cerdos o a los caballos, pero le curaba los codos y las
rodillas cuando se las despellejaba. La peinaba todos los días y a veces le
hacía trenzas y le ponía colgantes en el pelo y le contaba cosas de cuando ella
misma era también una niña.
Su madre la bañaba. A Herein le gustaba
bañarse. Cuando era más pequeña iban a la balsa que había detrás de la casa
grande y su madre le señalaba los olivos y los granados que se veían desde
allí. Luego iban al río, al remanso que hay junto al recodo. Se bañaban las dos
y, aunque no era profundo, su madre no la soltaba nunca.
En la orilla se quedaba una mujer mayor
que cuidaba de las ropas. Se llamaba Muruma y llevaba en las manos cosas para
hacer ruido por si pasaba algo malo.
Muchas veces su padre iba con ellas al
río y se bañaba también. Hacía cosquillas a su madre y la besaba y ella le
reñía y le pedía que se estuviese quieto, pero se reía un poco como una tonta.
Muruma se volvía de espaldas y movía la cabeza. Cuando volvían, su padre seguía
con las cosquillas y con los besos y a ella la mandaban a dormir con Muruma a
la otra habitación. Su madre se reía como una tonta.
Pero cuando su padre se marchaba
vestido de hierro y con la espada ancha su madre se asustaba mucho. Por las
noches, Herein dormía con su madre y la escuchaba llorar. Lloraba todas las
noches hasta que regresaba su padre.
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