La
muñeca Tera se había perdido. Terminó hecha trozos a medio camino entre las
murallas y el bosque de palmeras. Se rompió del todo una tarde que regresaban a
la casa grande después de haber estado en la ciudad. La llevaron su padre y su
madre. También iba Muruma con una cesta vacía y otro hombre con bolsas de
esparto grandes a la espalda.
Desde la casa grande hasta la ciudad
había un buen trecho, pero no tenían prisa. De vez en cuando, su padre se la
subía a los hombros, pero no mucho rato porque ella había crecido y pesaba un
poco.
No era la primera vez que Herein iba a
la ciudad. Allí había mucha gente y también había de todo. Las murallas eran
muy grandes y muy altas, o eso le parecía. A veces, cuando se hacía de noche,
no regresaban y se quedaban en la casa pequeña que estaba pegada a la muralla.
Herein no sabía si le gustaba la
ciudad. Allí vivía su amiga Teneladin, justo al lado de la casa pequeña, pero
también había mucho ruido y asustaba un poco ver tanta gente.
Calor
aquella mañana, aunque quizá no tanto como ahora.
Herein jugaba con su muñeca Tesa cerca
de la puerta de la casa grande. Jugaba y veía el trasiego de unos y otros. Más
allá de la cerca alta había vacas, cerdos y cabras. Dos hombres acarreaban
haces de palmas para reparar un techo y, al otro lado, un hombre hacía trotar a
un caballo.
A Herein le habían dicho que no se
acercase a la cerca alta. Se podía hacer daño. Tampoco debía acercarse donde
los caballos. Su madre se lo decía todas las mañanas y ella se lo repetía a su
muñeca Tesa. Tenía otra muñeca que se llamaba Romo. Era más nueva, pero casi
nunca jugaba con ella. Prefería a Tesa. El año anterior su padre la había
repintadoy lucía muy bonita, tanto como
cuando era nueva. En otoño se le rompió una pierna y le compraron a Romo, pero
no era lo mismo y su padre reparó la pierna rota.
Una gota de sangre cae sobre el montón
de tierra. Hace ruido. Mucho. Casi un retumbo. Avanzan rápidas las llamas y se
funden con el galope de muchos caballos. Silencio luego. Silencio.
Entra el sol por el ventano alto. Ya hace
que amaneció.
La mujer, frente perlada de sudor,
respiración agitada y sábana pegada al cuerpo, abre los ojos. Hay silencio a
medias. Una paloma se ha posado en el ventano y pájaros pían fuera.
Se incorpora a medias la mujer y la
paloma se espanta con el ruido. Ella también está un poco asustada. O quizá sea
solo la agitación del suelo. Sin acabar de levantarse, llama.
Harto de mis ocios y de mi vagancia,
de atisbar zaguanes y rondar mesones,
de ir de calle en calle con la petulancia
de los matachines y los fanfarrones;
sabiendo que en Flandes pagan cien ducados
a todo soldado para que se equipe,
pienso yo ir a Flandes entre los soldados
que encamina a Flandes el rey D. Felipe.
Muy formales, Pareja, Alvar y Micaela asintieron. Y hacia la taberna se
encaminaron todos. Al principio iba Lapiedra delante mientras el tuerto llevaba
cogidos a los dos niños, pero, al torcer la esquina, cuando enfilaban ya para
el Azafate, Micaela se soltó, se adelantó y cogió de la mano a Lapiedra. Al
soldado, sorprendido de entrada, le entró una cosa rara así por el pecho.
“Mira tú la mocosa esta
-pensó Pareja desde atrás-. Anda que no sabe. Hasta hará que se ablande un
mendrugo como Bosco”.
Lo cierto es que, menos
mal que el tuerto no podía verlo, a Lapiedra se le dibujó una sonrisa que
competía con las guías de su mostacho. Bueno, pues sí. El gesto de Micaela le
había hecho gracia. Uno podía ser muy soldado, pero también tenía su
corazoncito.
-Por aquí vive la tal
Melindrosa, ¿no? –preguntó Pareja con muy mala fe.
-No sé las veces que te
he dicho que se llama Melisenda –respondió Lapiedra tratando de no entrar al
trapo.
-Melindrosa de mirada
indecente… quiero decir… incesante.
-Pareja –replicó Lapiedra
girando la cabeza a medias-, no me hagas contestarte que hay niños. Vamos a
comer y tengamos la fiesta en paz.
No había nadie en la
taberna. Sólo el mozo que se apresuró con un punto obsequioso a preparar una
mesa. A Pareja le decepcionó un poco no encontrar a Vicenta, más que nada
porque la vez anterior no había podido platicar debidamente con la moza.
Lapiedra, por el contrario, prefería la ausencia de la tabernera. Ni tenía
ganas de ver a su amigo coqueteando como un pavo, ni quería preguntas sobre los
niños. Claro que el mozo, sin duda, se haría lenguas de los dos soldadotes que
habían estado comiendo con dos críos.
Se preguntaba Lapiedra
cómo era posible que, después de tantos años, aún se dejase enredar por el
tuerto. Lo de la amistad está bien, pero no es motivo para ir metiéndose en
todos los charcos. Bueno, concluía el soldado, a lo mejor sí que es la amistad
un buen motivo. Porque era verdad que Pareja se las pintaba solo para los líos,
pero también le había sacado a él de no pocas miserias. Como aquella vez en la
encamisada de San Sinforien. Allí fue precisamente donde…
-Deja de mirar hacia la
puerta, Bosco –dijo Pareja interrumpiendo los pensamientos de Lapiedra-. Si tu
Melindrosa tiene que pasar, pasará mires o no. Y sujeta mejor a Micaela, que
aún se dará de morros contra el suelo.
Y es que la niña no había
querido una silla. Prefería sentarse sobre las rodillas de Lapiedra y este
accedió, cosa rara, sin ningún gruñido. Pero, claro, una cosa era sentarse y
otra, estarse quieta. Y Micaela jugaba con el pan que había traído el mozo,
hacía bolas con la miga, se giraba hacia Lapiedra y le embutía los trozos en la
boca. Y, cosa más rara aún, el soldado se los comía sin chistar.
A Marola le gustaba “El señor de los anillos” y una tarde llevó la película a casa de Cardo. Tarde de película, pero sin palomitas.
Se tumbaron en la cama, pero Cardo estaba más pendiente de Marola que de Frodo, los orcos y el resto de la fauna de la película. Es que Marola le tiraba más. Lógico.
-Una pausa –pedía de vez en cuando. Y se encendía un cigarrillo. Cardo fumaba bastante.
Abrazaba a Marola, la acariciaba y le pedía que le explicase esto o aquello.
-No lo entiendo.
-Es el anillo del poder –respondía Marola paciente.
-Que mal pronuncias la jota –bromeaba Cardo. Y volvía a las caricias.
-El anillo crea una especie de dependencia –explicaba Marola-. ¡Ay! Estate quieto. Para. Que pares. Deja quietas las manos.
-Tú sí que creas dependencia –replicaba Cardo-. Vale. Vamos otra vez con Frodo, los elfos y la elfa esa del caballo.
Y, al poco rato, otra pausa.
No terminaron de ver la película, claro.
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