A Herein no le gustaba Gudur. Pasaba
muchas veces por delante de la casa pequeña o se quedaba mirando desde la
esquina de la calle quebrada. A veces, cuando salía con Muruma al mercado,
Gudur las seguía. Muruma se reía.
Desde la muerte de su madre, tres años
ya, vivían cada vez tiempo en la ciudad, en la casa pequeña. No iban mucho a la
casa grande y Herein echaba de menos el remanso del río, los caballos. Echaba
de menos a su madre. Muruma la peinaba, pero no era igual. Le hubiese gustado
volver, pero su padre prefería que se quedasen en la ciudad. Eran malos
tiempos, decía, y en la casa pequeña estaban más seguras. Su padre sí iba.
Tenía que encargarse de la tierra, de los animales, de controlar a los hombres,
de vigilar las lindes.
Para Herein, lo único bueno que tenía
la ciudad era que allí estaba su amiga Teneladin. Ya no jugaban como antes,
pero hablaban mucho. Hablaban de las cosas nuevas que había en la tienda del
griego Focas o de los chismes que se contaban de Melicertes o del vestido que
se estaba cosiendo Teneladin.
Un día, Gudur y otro hombre fueron a la
casa pequeña. Querían hablar con el padre de Herein y a ella la mandaron fuera
con Muruma.
-¿Qué pasa, Muruma? ¿A qué han venido?
La mujer le contó que estaban
concertando su matrimonio.
-Seguramente te casarás con Gudur.
A Herein no le gustaba Gudur. Era alto
y guapo y tenía el pelo negro. Su padre era el jefe del clan de los Lobos, pero
no le gustaba. No le gustaba cómo la miraba, ni cómo sonreía.
Gudur y el otro hombre salieron de la
casa. La miraron un instante y se fueron.
-Gudur es joven y fuerte –decía
Muruma-. Será un buen esposo.
-Pero a mí no me gusta Gudur.
-Te acostumbrarás.
Herein no lo creía. Se acordaba de su
madre, de la risa tonta que le entraba cuando su padre le hacía cosquillas.
Ella no se imaginaba riéndose así con Gudur. Entraron en la casa. Su padre daba
grasa a unas botas y sonrió cuando entraron.
-Padre, Muruma dice que tengo que
casarme con Gudur de los Lobos.
-Ya veremos. Aún es pronto.
-A mí no me gusta Gudur.
-No es pronto, señor –intervino
Muruma-. Herein tiene ya doce años.
-Aún es una niña –decía su padre
sonriendo.
-No lo es, señor –insistía Muruma-.
Hace tiempo que tiene la sangre.
Su padre la miraba y veía la ansiedad y
la súplica en sus ojos.
-¿No te gusta Gudur?
Ella negaba enérgica con la cabeza.
-No me gusta.
Su padre asentía sonriendo aún más.
Miraba a Muruma y sentenciaba.
-Aún es pronto.
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