El primer anillo
El primer anillo fue a parar a una mano gordezuela que tiraba a rubia de bote.
Fue una tarde de estupidez suprema, uno de esos errores que se perciben al instante, inmediatamente después de haberse cometido, pero para los que ya no hay vuelta atrás.
Me dolió perderlo. Aquel trocito de plata labrada tenía un significado especial. No era nada valioso, pero representaba el remate de una especie de búsqueda constante. Era el anillo de Penélope.
Monasteraki era, y supongo que lo seguirá siendo, un laberinto de callejas estrechas donde se podía encontrar de todo. Pero no es conveniente pararse delante de una tienda.
“Ruski, ruski”, me decía el viejo mientras me ponía en las manos un gorro de piel de la antigua Alemania del Este.
“Ogi ruski”, respondía yo devolviéndolo. “Alemán, german, …”
“¡Ah, german!”. Y el viejo se metía en el interior de su tienda y regresaba poco después alargándome una Luger con el emblema de las SS en las cachas.
“Greman, german”, insistía el viejo.
“Ogi, ogi”, le respondía después de tener la pistola un momento en las manos.
La cara del viejo se volvía más arrugada con su expresión. ¿No quería la pistola? Bien, podía ofrecerme un auténtico abrigo de submarinista soviético, una gorra del Afrikakorps, un plato con la imagen de Stalin…
Me sorprendía que no hiciera más que mostrarme objetos nazis y comunistas. Yo buscaba un anillo, únicamente un anillo de plata con el adorno de una greca. Imposible hacer que aquel hombre me entendiese.
Dos días en Atenas buscando el puñetero anillo. Primero en Plaka, con aún más tentaciones; luego en los comercios que hay en la avenida Panepistimiu entre las plazas Sintagma y Omonia. Nada. Parecía imposible que en plena capital de Grecia no encontrase el anillo que buscaba. Habían estado de moda varias temporadas atrás, decían. La greca y el meandro eran más que abundantes entonces.
Salía de Monasteraki. Junto al portal de una vivienda, sobre un cajón de madera cubierto con un paño, había una especie de expositor de anillos y pendientes, hecho con cartón forrado de algo parecido a un terciopelo azul ralo y descolorido. Sentado al lado había un viejo que parecía un calco del primero tocado con una gorra marinera negra. Miré casi por inercia y, en uno de los lados, junto a unos cuantos con motivos de fantasía, estaba el anillo de plata con la greca.
Una tarde de estupidez extrema el anillo terminó en el dedo de una mano equivocada.
A partir de ese mismo instante aquel trocito de plata labrada perdió todo su significado. Aquel anillo estaba destinado a otra persona. Aún no sabía a quién, pero a otra persona. Era para Penélope, quien quiera que fuese, y no para aquella especie de Helena bienintencionada a veces, perversa en ocasiones, voluble siempre, charlatana impenitente de desvaríos románticos, que aprovechaba los partidos de fútbol para algún encuentro fugaz.
Durante mucho tiempo, con aquella Helena desaparecida ya en el horizonte, volví a buscar el anillo. El anillo de Penélope.
Un día, lejano ya el recuerdo de aquella estupidez, entre los tenderetes festivos de antiguos mercaderes griegos reinstalados en la actualidad y con el agobio sofocante de un agosto teatral, apareció Penélope.
O eso creía.
Traía el pelo corto y el caminar ligero y venía acompañada de un Cíclope grande, moreno y con dos ojos, y de un genio pequeño, sin H esta vez, de mirada directa, burlona y crítica.
Y entonces dejé de buscar el anillo.
Plegó las velas Odiseo y dejó varado el pecio en una playa tranquila de árboles blancos y amarillos.
A veces lo veía pasar deprisa en busca de dibujos a lápiz de mujeres desnudas y de soldados viejos. Me decía que había encontrado su Ítaca, una isla en la que los vendedores del cupón escriben cuentos sólo con punto y seguido y se ponen más pesados de la cuenta.
“Penélope no existe, cacho cabrón”, le replicaba con envidia.
Pero él sacudía la cabeza y me mandaba a la mierda, lo que corresponde.
Tenía envidia porque yo no era capaz de encontrar nada; me llevaban los demonios todas las mañanas y me daban ganas de escupirle.
No podía ser. No podía ser que aquel sujeto agrio y obsceno, hecho de madera reseca, tuviera lo que yo no.
Me enseñaba las cartas de Penélope en papel azul o blanco plegado de forma inverosímil y yo, por joder, le preguntaba por el anillo en el dedo equivocado.
“¿Para qué buscar un anillo cuando había encontrado a Penélope?”, decía.
Y a mí me comía de nuevo la envidia.
El segundo anillo
Verano después de muchos años y veo de nuevo a este Odiseo de baratillo buscando el anillo. Penélope, si es que lo era, había echado a volar y yo me reía por dentro. A veces también por fuera. ¡Que se joda!
Aparentaba serenidad, pero yo sabía que estaba jodido.
Tan jodido que un día me dijo que todo iba a comenzar de nuevo.
“Tengo que encontrar el anillo”.
Y vuelta a empezar con los escaparates entre café y café, entre cerveza y cerveza y entre madrugada y madrugada.
Me miraba duro y me decía que hay errores que no se purgan nunca.
El Carmen hasta el puente viejo. Escaparates. Nada. Reina Victoria, Aspe y Puerta de Orihuela. Nada. Maissonave hasta la estación, Doctor Gadea y más escaparates. Nada.
Desde lejos, harto de mitos, de tonterías y de tópicos, vi cómo entraba en una tienda.
“Aquí está”. Y mostraba la palma abierta con el anillo decorado con una greca mientras la vendedora nos miraba indiferente
Le decía que sí, que estaba bien, pero como no se lo colgase de la nariz…
Sólo era un trozo de metal que no significaba nada, pero repetía que daba igual. Aquello era el vínculo con un sueño.
Penélope, si es que lo era, había echado a volar por su cuenta, pero aquel bufón obsceno se empeñaba en lo imposible. “Sueño con lo imposible porque es el único modo de alcanzar lo posible”, me repetía. Y nos perdíamos en una pelea absurda de frases hechas. “Cuidado con lo que deseas porque puede convertirse en realidad”.
Y mientras tanto, aquella otra ninfa alocada que quería recolocarse de Lolita a señora, insistía hasta el cansancio pidiendo que el anillo fuese para ella. “A lo mejor Penélope soy yo”, decía. El Odiseo de opereta se burlaba, como siempre antes de soltar el latigazo. “Ni siquiera te acercas”.
Hacía pucheros la ninfa reconvertida y él se guardaba el anillo. ¡Que cabrón!
Era verano, otro como aquel primero, de calor y teatro.
Desde arriba veía a Penélope sentada entre la gente aunque ya no sabía si lo era de verdad. Tal vez era Calipso, la de aquellos siete años perdidos en la isla antes de zarpar de nuevo.
Aún no sé qué quería, pero el anillo me quemaba en el bolsillo.
Y quemando estuvo durante un tiempo hasta que otro verano, tanto calor que agobiaba, entregué de nuevo el nuevo trozo de metal labrado a pesar de la distancia cada vez mayor, a pesar de tener ya la certeza de lo baldío y a pesar del jodido Stendhal.
Poco después había luna llena de agosto y el calor abotargaba la razón y los sentidos entre cervezas, café y pinchos de vieira.
El sueño, lo que quedaba, se vino abajo después, entrado el frío. Reproches y más frío aún.
Penélope no existe y Odiseo ha dejado de buscar anillos y bebe café tras café y fuma un cigarrillo detrás de otro. Le digo que lo deje y él se ríe y me responde lo mismo cada vez.
“Nadie puede acabar con Odiseo porque Odiseo es inmortal”.
Luego mira al vacío y dice:
“Qué ganas tengo de llegar a mi casa, de beber mi vino y de llorar de alegría siquiera por una vez”.
Manuel V. Segarra Julio 2009-Abril 2010
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ResponderEliminar"Y mientras tanto, aquella otra ninfa alocada que quería recolocarse de Lolita a señora, insistía hasta el cansancio pidiendo que el anillo fuese para ella. “A lo mejor Penélope soy yo”, decía. El Odiseo de opereta se burlaba, como siempre antes de soltar el latigazo. “Ni siquiera te acercas”.
Hacía pucheros la ninfa reconvertida y él se guardaba el anillo. ¡Que cabrón!"