Casi todos los días, pasadas por poco las nueve y media, iba a desayunar.
Era una especie de pequeña escapada inocente antes de volver a meterse en casa.
Y no es que en casa estuviese mal. Al contrario, tenía todas las comodidades que cualquiera pudiese desear. Lo cierto es que su situación, sin ser para ir derrochando, era lo suficientemente holgada como para no preocuparse.
A decir verdad, su vida estaba cargada de tópicos hasta en los más pequeños detalles. Hasta en el aspecto físico. Aunque quizá precisamente por eso, por ser tan tópica, no lo era tanto.
Era rubia natural, aunque el pelo se le había oscurecido un poco, y tenía los ojos claros. Sin ser espectacular, su figura llamaba la atención a pesar de sus dos hijos y de no haber pisado un gimnasio en su vida. Tenía una buena cantidad de amigos y conocidos, viajaba de vez en cuando…
Pero había cumplido los cuarenta.
Todo, absolutamente todo, era normal, absolutamente normal. Salvo por aquella leve, apenas perceptible sensación de incomodidad que le daba cada mañana. Pero se le pasaba inmediatamente después de salir a la calle.
No solía frecuentar los mismos lugares porque eso era caer en otra rutina. Prefería variar porque en eso también había una parte de aventura. A saber qué se encontraba en cada sitio.
No hablaba con nadie. Sólo hacía como que leía el periódico mientras observaba y, tal como había visto en alguna película, imaginaba las vidas de quienes entraban y salían.
A partir de cierto momento, probablemente sin que ella misma se hubiese dado cuenta de cuando, su pequeña aventura cotidiana comenzó a tomar una dirección nueva. Estaba empezando a ir al mismo lugar y procuraba sentarse en el mismo sitio.
Allá al fondo, en la esquina, estaba siempre el mismo individuo. Tampoco hacía nada. Parecía limitarse sencillamente a observar.
Un día le pareció que la miraba sólo a ella y, de repente, le entró prisa por marcharse. Volvió a casa dando un rodeo y temiendo a cada instante que aquel sujeto la hubiese seguido.
Durante unos cuantos días no fue. Pasaba cerca y miraba a ver si estaba el sujeto en cuestión. Estaba todos los días.
No tenía sentido dejar de ir a un lugar simplemente porque había una persona en concreto, sobre todo si se trataba de un desconocido. Que hubiese estado pensando en aquello todos los días tampoco significaba nada. Además, ni siquiera se había parado a imaginar cómo sería su vida. Pero la había mirado de un modo que le daba algo de apuro. Tal vez fuesen figuraciones suyas o quizá aquel fuese corto de vista.
Estaba nublado. No hacía precisamente el día más adecuado para eso, pero se vistió casi como si fuese de fiesta. Demasiado llamativa quizá.
Al pasar ante el individuo le saludó, muy levemente, casi con vergüenza, y continuó hasta su lugar de siempre. Aquel, si llegó a enterarse del saludo, ni contestó. Pero se sintió bien. Y mejor aún cuando vio que el otro levantaba la vista para mirarla. No había duda. La miraba a ella.
Volvió a ir todos los días a la misma hora. Entraba, saludaba y se sentaba. El individuo comenzó a contestar al saludo, pero volvía de inmediato a sus pensamientos.
Empezó a preguntarse qué esperaba que pasase. Quería que sucediese algo aunque aún no sabía qué. Aquella aventura tonta, aquello de salir un poco a hurtadillas simplemente por salir estaba volviéndose en su cabeza cada vez más intenso, más peligroso.
Una tarde de compras decidió contarlo. Su amiga negaba con la cabeza y le decía que tuviese cuidado. ¿Qué estaba haciendo? ¿Estaba mal en su casa? ¿Su marido se portaba mal? ¿Sus hijos le daban problemas? ¿Había algo que no sabía?
No, no. Nada de eso. No había ningún tipo de problemas. Su vida era completamente normal. Aunque, a lo peor, quizá fuese ese el problema. No pasaba nada.
Eso era precisamente lo malo. Terminaba de cumplir cuarenta y no había pasado nada.
Había empezado a sentirse como una especie de Madame Bovary aún más frustrada.
Hacía más de dos semanas que no volvía. Justo desde aquel día en el que aquel del fondo, después de un rato mirándola, se acercó. El corazón le dio un vuelco. ¿Qué quería? ¿Por qué se presentaba de ese modo después de tanto tiempo?
Le pidió permiso para sentarse y, de forma un tanto maquinal, accedió.
Se presentó tendiéndole la mano y retuvo la suya unos instantes sin que ella hiciese nada por retirarla.
Habló, le preguntó y se encontró respondiendo casi sin darse cuenta, contando lo que no le había contado a nadie, preguntando cosas que no sabía como se atrevía a preguntar. Hasta que se dio cuenta de lo tarde que era.
Se despidieron.
Él preguntó:
-¿Volveremos a encontrarnos?
Ella respondió:
-Si. Mi marido viaja a menudo.
Manuel V. Segarra Abril 2010
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