jueves, 28 de enero de 2010

Boudica I


Ahí están. Se acercan. Algunos quieren adelantarse, pero los centuriones, espada en mano, les ordenan mantener la formación. Avanzan al paso, sin correr. ¿Para qué? Ya está todo hecho. Sólo queda rematar, en sentido literal, a los que no han logrado escapar, a los heridos que se arrastran sobre el campo enfangado de sangre.
Todo lo que aquella mujer había logrado con sus proclamas de libertad, todo su sueño enloquecido de convertirse en reina de una Britania sin romanos se ha truncado en unas pocas horas.
Boudica reina de Britania. Sería para reír si no fuese para llorar.
Los britanos pasan por mi lado sin mirarme esta vez. Corren, tratan de escapar con el gesto desencajado, alzan las manos al cielo, tropiezan con los cadáveres de los que hace sólo un momento eran sus compañeros de armas, caen y tratan de alzarse, se golpean unos a otros e incluso se apuñalan entre ellos para hacerse un hueco en los escasos carros que aún quedan esparcidos aquí y allá. Miran hacia atrás espantados por el rítmico paso de las cohortes. Los legionarios no corren. Mantienen el mismo paso que cuando se inició el avance. Un niño corriendo a su lado podría adelantarlos sin dificultad. Pero ese paso cadencioso, regular y firme es mucho más amenazador, mucho más siniestro, que una carga a la carrera.
Pasarán sobre cualquier cosa y, tras ellos, no quedará nada con vida.

Un britano se detiene ante mí jadeando. La sangre cubre buena parte de sus tatuajes azules y negros. Apenas puede dar un paso más. El brazo derecho le cuelga inerte a causa de un desgarro en el hombro. Es una herida de pilum. Las conozco muy bien. Las he causado yo mismo tantas veces que lo que me asombra es que el hombre sea capaz de permanecer aún en pie.
El britano me mira. De su nariz rota brota sangre sin cesar. Debe estar soportando un dolor espantoso, pero no le quedan fuerzas ni para quejarse. Lo reconozco a pesar de que su rostro está hinchado y deformado. Él fue quien me rajó las plantas de las manos y los pies para que no pudiera correr ni arrastrarme. Lo ha venido haciendo todos los días para mantener frescas las heridas. Así no podría escapar.
Quiere decirme algo. Intuyo que será una nueva amenaza, pero es incapaz de articular palabra. De su garganta sólo sale un esputo sanguinolento. Tanto da. No entiendo su jerga y en estos momentos me importan bien poco las amenazas de un pingajo sangriento que se resiste inútilmente a morir.
Allá al fondo distingo el penacho y el manto rojos de Suetonio Paulino. Se acerca al paso de su caballo acompañado de sus oficiales. Dicen que sonríe pocas veces, pero en esta ocasión se le ve satisfecho. Con una sola legión ha liquidado en pocas horas a una fuerza que le superaba en más de diez a uno. En apenas medio día ha terminado con esa horda que Budica se empeñaba en llamar su invencible ejército britano.
Y hasta el momento no había sido vencido. Pero es que, hasta el momento sólo se había enfrentado a mercaderes, a ciudadanos romanos desarmados y a aquellos que se negaban a aceptar el reinado de Boudica de los icenos.
No. Eso no es del todo cierto. También vencieron a dos de nuestras cohortes en sendas emboscadas.
Mirando al general vencedor he perdido de vista al britano. Ha caído al fin. Yace junto a una de las ruedas del carro en el que me encuentro. Un carro que en realidad es una jaula con ruedas y que ha sido mi dormitorio, mi comedor y mi letrina.
Todos los días, siempre inmediatamente después de que me reabriesen las heridas, venía una mujer con un cuenco lleno de una pasta parda y viscosa. Vaciaba el contenido sobre la tablazón de carro y se marchaba. Los dos primeros días no comí nada. Al tercero llegó la propia Boudica. Iba vestida con pantalones a cuadros multicolores y un manto oscuro, lo mismo que sus guerreros, y llevaba ceñida mi propia espada. Me dirigió una mirada neutra y dijo en latín:
-Come.
Y comí. Intenté coger aquello con las manos, pero el dolor de las heridas recién abiertas era atroz. Los britanos se partían de risa viéndome apoyado sobre los codos, con la cara hundida en la pasta mezclada con mi sangre, lamiendo como un perro.
A partir de entonces comí todos los días. Me tragaba aquella especie de vómito del mismo modo que me había tragado mi orgullo. Boudica no volvió a acercarse, pero siempre me miraba mientras comía. Yo la buscaba entre los guerreros y, cuando la veía, apretaba los puños para que mi sangre cayese en la masa parda y hundía la cabeza en ella. Al terminar, Boudica ya no estaba.
Algunos britanos piden clemencia a la marea de hierro que se acerca. Es como tratar de conmover a una piedra. Los legionarios no se detienen. Sus sandalias claveteadas pasan sobre aquellos infelices sin mirarlos siquiera hasta convertirlos en simples montones carne y huesos. Clemencia. La misma que ellos han tenido con los cientos de ciudadanos romanos que jalonan la inútil aventura de Boudica.
Y, sin embargo, conmigo la hubo. Una clemencia cruel y salvaje, humillante hasta la locura, pero que me ha permitido ver el final de esta delirante orgía de sangre disfrazada de lucha por la libertad.
Aquel día los britanos salieron de todas partes. Nos esperaban y nos mataron a conciencia. La sorpresa fue tal que muchos murieron sin enterarse. Íbamos, decían, a sofocar una pequeña revuelta y nos mataron por docenas.

Unos cuantos caímos prisioneros. Tal vez una treintena. Y esa noche comenzaron las torturas hasta la muerte. Manos, pies y cabezas quemadas; vientres abiertos y vísceras esparcidas en torno a las hogueras; lenguas arrancadas de cuajo. Los más afortunados fueron los últimos. Los britanos estaban ya hartos y se limitaron a degollarlos.

A Boudica de los icenos comenzaron a llamarla Boudica de Britania. Miraba sin pestañear. Estaba allí, bebiendo vino y sonriendo levemente a quienes acudían a rendirle pleitesía.
Después de esa jornada su prestigio y su horda crecieron más de lo que hubiese podido imaginar. Había aniquilado a una cohorte entera de curtidos legionarios romanos. Poco importaba que hubiese sido en una emboscada de la que era imposible escapar o torturándolos atrozmente. Los había matado a todos. A todos menos a mí.
Los britanos pasaban por mi lado, se detenían ante uno de mis compañeros de cautiverio y miraban a Boudica. Ella asentía y el infeliz era arrastrado hasta una de las hogueras. Por dos veces se detuvieron delante de mí y otras tantas negó ella con un gesto apenas visible. Vi que llevaba mi espada colgada al cinto.
Un día Boudica detuvo a la mujer que me traía la comida. Se encontraba lo suficientemente cerca como para que pudiese verlo. Estaba de espaldas y se giró levemente. Me dirigió aquella mirada neutra y escupió en el cuenco un salivazo abundante. Cuando echaron en mi jaula la masa parduzca me abalancé sobre ella con mucha más ansia, como si aquello fuese el más delicado de los manjares. Sabía que ella estaría mirando. Lamí hasta que no quedó rastro y alcé la cabeza aún con restos pegados a la boca y la barba y la miré con la rabia asomándome a los ojos.
Boudica se marchó deprisa y los britanos no se reían.
Soy Cayo Flaminio Cota, centurión pilus prior de la IXª Legión Hispana.
Los legionarios están ahí delante. Son de la XXª. Conozco a algunos de esa legión. Pronto estaré fuera de esta jaula. Los más adelantados pasan junto al carro y me miran con curiosidad. Me desespera un poco que ninguno haga el gesto de querer liberarme. Entiendo que mi aspecto sea lo más alejado de un romano. Tantos días aquí dentro…
Se acerca Publio Vegecio Léntulo y después de un momento de duda, pregunta:
-¿Cota?
Por fin alguien. Asiento con la cabeza y no puedo evitar ponerme a llorar.
Llega Suetonio Paulino. Intento incorporarme a pesar del dolor de las heridas. No quiero que el general me vea postrado y trato de levantarme asiéndome a los barrotes, pero la jaula es demasiado baja. Vegecio Léntulo le cuenta quien soy y ordena que me saquen de allí y me curen. Oír las órdenes en latín es lo más reconfortante en muchos días.
Me llevan en una camilla improvisada con un escudo. Tengo sueño. Se me antoja que tengo todo el sueño acumulado de los días y las noches que he tratado de mantenerme alerta. Pero ¿para qué? Si Boudica me hubiese querido muerto me habría matado sin esperar a que me durmiese.
Miro de nuevo el campo de batalla. Las cohortes ya no guardan la formación. Tampoco tiene sentido. Ya no hay combates ni siquiera aislados. Los britanos están en desbandada. Se acabó.
A veces, durante las paradas nocturnas de la horda, antes y durante la tortura ritual de los prisioneros de ese día, se recordaba a los britanos por qué se habían alzado en armas. La palabra libertad se repitió mucho.
Cada jornada eran más los que se incorporaban. Seguro que los había convencidos de que era el momento de acabar con el dominio de Roma, pero los más acudían atraídos por la posibilidad de un buen botín. Muchos pasaban por delante de mi jaula y me escupían, me tiraban basura y se tapaban las narices a causa del hedor que desprendía, como si ellos oliesen mucho mejor.
Decían que el pretor Cato Deciano había humillado a la reina Boudica de los icenos. Decían que había ordenado que la azotaran en público mientras los legionarios de la escolta violaban a sus dos hijas. Ese era el origen de la rebelión. Podría habérmelo creído si no supiese que los britanos se matan entre ellos con la misma ferocidad que matan romanos. Con más dedicación si cabe. Nosotros, al fin y al cabo, sólo somos los que dominamos desde hace unas pocas décadas. Los odios entre ellos se remontan a generaciones.
El sueño me vence. Parece que ni siquiera me duelan las heridas. No quiero dormir, pero los ojos se me cierran.
Una noche el cansancio pudo conmigo. Aún ardían las hogueras cuando caí dormido. Desperté sobresaltado porque había alguien conmigo en la jaula. La oscuridad era completa, como si hubiesen cubierto el carro con algo, y no distinguía nada. Pero era una mujer. Permanecí tumbado mientras se sentó sobre mí y me cabalgó, despacio al principio y con furia después. Gruñía y jadeaba, cerraba sus manos en torno a mi cuello y escupía palabras en esa jerga incomprensible. Luego, la respiración agitada se fue acompasando y la mujer dejó la jaula.
El sueño me vence mientras imagino que aquella mujer era la propia Boudica. O tal vez fuese la mujer que me traía la comida o quizá fue sólo producto del cansancio y la imaginación.
Cierro los ojos y oigo voces airadas. Nadie sabe dónde está Boudica. Ha desaparecido en la vorágine de la derrota. Hay cadáveres de mujeres cerca de los carros y también se ha apresado a varias docenas. Escucho a Vegecio Léntulo. Los britanos capturados se niegan a indicar quien es su reina, si es que está entre las cautivas, y sólo hay una persona que pueda reconocerla. Yo.
-No te duermas aún, Cota –dice-. Inténtalo. Luego podrás dormir todos los días que quieras.
Asiento y abro los ojos. Es mi deber de romano y de legionario.
Me llevan hasta el lugar donde se encuentran las mujeres capturadas. Es tarde y estoy muy cansado, pero me esfuerzo en mantener los ojos y la mente despiertos.
Seguramente darán un triunfo a Suetonio Paulino y Boudica desfilará encadenada tras él. Luego la llevarán a las fosas y la estrangularán ritualmente. Ya ha pasado con otros que han desafiado a Roma.
Me incorporo a medias sobre los codos. Me llevan entre los grupos de mujeres que se apretujan entre sí. Debe ser incómodo llevarme sobre el escudo, pero los legionarios no protestan.
Las veo. Intento reconocerlas, pero la cabeza me da vueltas. Siento que todo el cuerpo me arde y me pongo a temblar. Fiebre. Debe ser fiebre. No recuerdo haberla tenido antes. A pesar de las privaciones no me sentía enfermo; sólo cansado y rabioso. Tal vez el odio que iba acumulando me impedía caer enfermo. Ahora sólo siento cansancio.
Niego con la cabeza. Boudica no está entre las mujeres capturadas. Por lo visto, tampoco ha muerto.
-Hay que encontrarla como sea –dice Vegecio Léntulo-. ¿Seguro que no está entre esas?
No está.
-Mira otra vez –insiste Léntulo.
Asiento con la cabeza y me acercan de nuevo a las mujeres. Cabellos rojos y amarillos enmarañados como si fuesen esparto. Caras de espanto y temblores visibles. Hace muy poco se reían de mí, me escupían e incluso me orinaban encima. Todas saben quién soy y me temen. Se apretujan entre ellas tratando de evitar que las mire directamente. Me alegro de ser la causa de su terror.
-Dicen que es maga, que tiene poderes –dice un legionario.
Nada de eso. ¿Poderes? Si los tuviera habría evitado esta masacre.
Los britanos dudaban. Hasta este día sólo habían encontrado resistencia débil. Pero lo que tenían enfrente era algo bien distinto a ciudadanos indefensos. Los veteranos de la XXª estaban allá al fondo y guardaban silencio mientras la horda de Boudica enronquecía con insultos y amenazas. Gritaban, daban dos pasos y se detenían. No terminaban de decidirse y la verdad es que los entiendo. Hasta a mí me impresionó la formación romana. Creo que muchos se dieron cuenta de lo que estaba por venir. No es lo mismo degollar impunemente que enfrentarse a una legión de veteranos. Eran diez, veinte veces más numerosos que los legionarios, pero ni aún así se decidían.
Boudica perdió la voz arengando a sus guerreros. La vi correr en su carro de guerra de un extremo a otro de la horda enarbolando mi espada, gritando, amenazando, prometiendo libertad, botín y gloria. Cuando ella pasaba, los britanos se enardecían; cuando se alejaba, los ánimos volvían a decaer.
Al fin algunos se lanzaron al ataque. Inmediatamente después toda la horda corría hacia delante con un griterío ensordecedor. No pude evitar sonreír. Muchos estarían muertos antes de alcanzar las filas romanas.
Tres veces se repitió la escena. Boudica insistía. Había que atacar de nuevo. Los legionarios no resistirían un asalto más. Cada vez costaba más convencer a los britanos. Algunos comenzaron a marcharse. Muy pronto se les habían terminado las ansias de libertad.
Boudica de los icenos ha desaparecido. No está por ninguna parte. Vegecio Léntulo ordena que me lleven a uno de los carros, que me laven y me curen las heridas.
El carro huele a sangre fresca y a cuero mojado. El jergón es de lana basta y huele a sudor ajeno.
Me pregunto dónde se habrá ocultado Boudica y me duermo tan profundamente que no me entero de que me están reabriendo las heridas para limpiarlas antes de vendármelas.



Manuel V. Segarra. Enero 2010

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