Otro lugar, otro espacio u otro tiempo. O acaso era lo mismo de siempre y quien había cambiado era ella. Pero no podía ser. Lo que debía estar no estaba y lo que estaba escapaba a su concepción de la realidad.
Aparentemente, no había ninguna razón para la existencia de una enorme duna, aunque fuese de arena dorada y finísima, en el lugar en el que tendría que haber un edificio.
Las calles del entorno eran las mismas de siempre; la plaza, la misma. Pero no estaba demasiado claro por qué todo, con la salvedad de la duna dorada, apareciese en blanco y negro, con los tonos de una fotografía vieja.
Se detuvo delante de la duna tratando de encontrar una explicación racional. Recorrió con la mirada todo el entorno. Nadie. Escuchó y pudo percibir… nada.
Tuvo un momento de alarma, pero al cabo, racional como siempre, sonrió.
“Estoy soñando. Esto es sólo un sueño”
Trató de despertar cerrando los ojos con fuerza, pero, al abrirlos de nuevo, todo permanecía igual, en blanco y negro, salvo la arena dorada de la duna.
“Parece haberse hecho más grande”
Cerró los ojos con más fuerza, pero el resultado fue el mismo.
“Quiero despertar. Esto no me está gustando. Quiero despertarme de una vez”.
Se pellizcó el brazo al lado del reloj y entonces se dio cuenta de que no llevaba reloj, ni camisa, ni nada. Nada.
Trató de cubrirse con las manos a la vez que buscaba un lugar donde ocultarse. No había nadie a la vista ni se oía nada, pero en cualquier momento podía desvanecerse la foto en blanco y negro y volver a ser todo normal. Podía aparecer cualquiera y encontrarla desnuda en medio de la plaza.
Cerca de donde se encontraba había un árbol, apenas un arbusto de tronco estrecho y gris, con las hojas también grises. No era gran cosa, pero ofrecía un somero refugio, un lugar en el que ocultarse a la vista de quien pudiera aparecer.
“¿Qué hago aquí? Tendría que volver a casa o, por lo menos, ir a algún sitio en el que pudieran dejarme algo con qué cubrirme”.
Pero no parecía haber salida fuera de aquel paisaje en blanco y negro.
Y la duna creció un poco más.
“No puedo salir. Tendré que quedarme aquí detrás de ese árbol en blanco y negro. Y eso, si no desaparece tragado por la duna”.
Fue hacia el árbol muy despacio, mirando hacia todos lados, con temor de que alguien pudiera aparecer o de que aquella especie de decorado en blanco y negro diese paso de repente a la realidad.
El Sol brillaba con una intensidad desconocida. O acaso era la duna dorada lo que despedía aquel brillo. Entonces se dio cuenta de que no tenía frío, ni calor, ni siquiera molestas en los pies a pesar de que iba descalza.
Y la duna comenzaba a resultar atractiva. Resultaba tentador imaginarse hundiendo los pies en la arena dorada y suave, ascendiendo hasta lo más alto y dejarse resbalar más tarde. Era tentador imaginarse tumbada de espaldas, dejando que el Sol y la arena la acariciasen.
Pero no era prudente. La Prudencia aconsejaba que no se dejase atraer por la duna por tentadora que fuese. La Prudencia aconsejaba tener sentido común y ser razonable. Y lo razonable era el precario refugio que ofrecía el arbusto de tronco y hojas grises.
El árbol, el arbusto, el matorral, era más pequeño de lo que parecía. Apenas llegaba a cubrir hasta la cintura. Refugio escaso que, antes que ocultar, invitaba a descubrir.
Y la duna creció de nuevo.
“Esto no está pasando. Sé que no está pasando. Pero, por un momento, sólo por un instante, podría olvidarme de lo aprendido y subir a lo más alto de esa duna. Luego regresaré a la realidad”.
A una realidad hecha de sentidos comunes, prosaica. Mucho más prosaica que un tentador montón gigante de arena que crecía poco a poco y que además, en su crecimiento, con el roce de unos granos sobre otros, parecía susurrar su nombre.
“Pero yo no me llamo así. Mi nombre real es… ¿Cuál era mi nombre antes?”
Cerca del matorral había una piedra blanca y plana. Una piedra miliar, un mojón que señalaba el kilómetro 0. Olvidando que estaba desnuda, fue hacia allí y se sentó.
“Voy a pensar cuál era mi nombre”.
La duna dorada creció un poco más y volvió a susurrar.
“No, no me llamo así. No quiero llamarme así. Yo no soy un sueño. Soy real. Soy real y he decidido que quiero despertar. Y no despertaré hasta que suba a lo más alto de esa tentación dorada. Subiré y todo este absurdo desaparecerá. Todo volverá a la normalidad”.
Los primeros pasos fueron resueltos, seguros. Pero a medida que se acercaba a la duna volvían a asaltarle las dudas.
“Lo mejor sería despertar y acabar de una vez. Pero, si esto es sólo un sueño, ¿en qué va a quedar? Soñaré hasta el final aunque sólo sea por esta vez”.
Puso el pie en la arena casi con temor. Era suave y mullida, tal como había imaginado. Comenzó a ascender despacio, saboreando el contacto de la arena bajo las plantas de sus pies. Miró hacia la cima.
“Es muy alta. No llegaré antes del mediodía”.
La subida, sin embargo, resultó muy fácil. En muy poco tiempo había ascendido hasta la mitad. Venció la tentación de tumbarse, no a descansar, sino a dejar que la arena le acariciase la espalda. Y siguió subiendo.
Los últimos metros los hizo a la carrera. Llegó a lo más alto y, sin pensar en nada más, se dejó caer y rodó sobre sí misma hasta quedar tumbada de espaldas. La arena se apartó para hacer un hueco a su cuerpo y ella se dejó acariciar cerrando los ojos, saboreando una sensación nueva y, por primera vez, deseando no despertar.
Al cabo de un tiempo, ignoraba cuánto, abrió los ojos. Notaba un ligero cansancio, aunque no dejaba de encontrase bien.
Entonces algo se rompió.
“¿Qué estoy haciendo? ¿Qué hago aquí arriba? Esto no es real. Esto es sólo un sueño absurdo y sin sentido. Tengo que volver a la realidad”.
Inició el descenso con una rapidez casi frenética, oyendo cómo cada una de sus pisadas arrancaba un gemido de la duna.
Llegó al suelo gris de la fotografía en blanco y negro y, casi con desafío, se volvió hacia el montón de arena dorada.
“He vencido”.
La duna se agitó levemente y, lentamente al principio, y más rápido a cada instante, empezó a desaparecer aspirada por rendijas invisibles. Al poco no quedaba nada. Sólo aquel decorado en blanco y negro como una fotografía vieja.
En ese momento se dio cuenta. Y comenzó a llorar porque la duna ya no estaba.
Manuel V. Segarra. Otoño 97
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