sábado, 9 de enero de 2010

¿Escritores?

En alguna ocasión, siempre en entrevistas con motivo de la presentación de algún libro, me han preguntado por otros escritores locales. La pregunta no deja de tener, ciertamente, un punto de veneno porque aquí, aunque sea por referencias, nos conocemos casi todos y querernos bien no es precisamente lo que nos caracteriza. Excepciones hay, por supuesto. Así que, casi invariablemente, suelo contestar que prefiero no hablar de otros autores cercanos. Cada cual es cada cual.

Sin embargo he de decir que hay una raza de escritor, o pseudoescritor, que siempre me ha llamado la atención y no precisamente en el plano positivo. Es el tipo que se permite hacer juicios de valor sobre cualquier cosa pero, sobre todo, sobre la obra del prójimo. Y, por lo general, considera que su palabra es lo más cercano al Juicio de Dios.
El espécimen en cuestión, en realidad los especímenes, porque no es uno sólo, está convencido de su propia infalibilidad y se cree con derecho a decidir qué obra es buena o mala. Afortunadamente, sus opiniones sólo son escuchadas por aquellos que están en sus cercanías, generalmente elementos menores de la camada que aspiran a parecerse al líder.
Dentro de sus infalibles opiniones suelen abominar de las obras de entretenimiento, novelas y cosas así. Se permiten ilustrar con su sapiencia al respetable indicando cuales son las cien obras indispensables, y, en su infinita bondad, tratan de evitar que caigamos en la tentación de leer novelas y cosas así. Porque, según ellos, los que distingue, lo que de verdad es literatura es, en primer lugar, la poesía. En realidad, exclusivamente la poesía que les gusta a ellos; porque hablarles de Cátulo, de Lope de Vega, de Calderón o de Espronceda es como si se les hablase de los anillos de Saturno o de la última cosecha de cucurbitáceas. Bécquer se salva un poco, pero porque de adolescentes todos hemos hecho alguna tontería con sus rimas. Y dentro de la poesía, lo más de lo más para estos divinos de las letras es su propia creación. Eso es ya la repanocha en cirílico.
Por norma general, ni ellos mismos leen sus creaciones. (He de hacer una excepción. Hay algunos que torran al respetable con la continua lectura de sus ripios, lo que no sé qué es peor). Pero eso les añade un punto más de divinidad literaria. El hecho de que no se les lea ni a punta de pistola les convierte, según ellos, por supuesto, en escritores malditos. No se les capta, dicen, la sutileza, el mensaje, el desgarro de sus líneas. El público, que no tiene criterio, según ellos, prefiere novelas y cosas así. En consecuencia, los pobres mortales nos perdemos la esencia de la literatura.
Lo cierto es que escriben poco, pero es comprensible. Suelen estar muy ocupados en emitir juicios infalibles (y en algún otro tipo de menesteres) y eso deja poco tiempo para la actividad literaria. Sin embargo parecen estar creando permanentemente. Cada cierto tiempo aparece un libro más o menos voluminoso con obra suya. Claro que, después de perder el tiempo repasando la supuesta obra nueva, uno se da cuenta de que es la misma que se publicó tres años atrás, que a su vez es la misma publicada cinco años antes, con otra tapa, con otro formato y con otro tipo de letra. Y no es que las anteriores se hayan agotado. Sencillamente, el afán de notoriedad les hace autoreplublicarse por aquello de estar siempre en candelero.
Ese mismo afán les lleva a ser adalides y exponentes de la cultura local. Se hacen insustituibles en presentaciones, recitales y conciertos minoritarios. Asienten con displicencia ante las puestas en escena de los neófitos de su cuerda y se quejan amargamente de la poca atención que, desde las instituciones se presta a la cultura.
Porque esa es otra de sus características. Están acostumbrados a vivir de la teta institucional y cuando aquella no responde a sus querencias gimotean desconsolados por el abandono. A veces amenazan con publicar en los medios de comunicación columnas demoledoras contra el poder que se olvida de ellos. Y es cierto que en ocasiones han llegado a hacerlo, pero sin gritar muy fuerte, no vaya a ser que los archipámpanos de turno la tomen con uno y no haya subvenciones ya de por vida. Porque la realidad es que estos sujetos pretenden, por encima de todas las cosas, obtener un puesto que les asegure la habichuela a costa del contribuyente, bien sea en un ayuntamiento, en una diputación o en cualquier otro organismo oficial.
A veces, a tenor de una figura denominada “personal de confianza”, alguno logra poner su culo a salvo de carestías económicas en algún puesto de alguna concejalía. A partir de ese momento son importantes, tienen el poder y tienden a joder bastante (o por lo menos lo intentan) a quienes no están en la línea de su infalible opinión.
Es posible que, andando el tiempo, ya no sean del agrado del padrino o madrina que les aupó y caigan en el pozo de los parados. Entonces volverán a no escribir, a publicar columnas lloronas sobre el paraíso perdido y a reivindicar cualquier gilipollez en nombre de su idea de la Cultura.
No suelo opinar públicamente de otros autores. Cada uno tiene su idea de la literatura y todas son absolutamente respetables. Pero es que estoy ya hasta los estos de aquí abajo de tanto imbécil que se tiene por escritor, que se cree con el derecho de juzgar a los demás, que piensa que es mejor que Cernuda y Góngora juntos y que no es más que un llorón fracasado. Eso sí, con muchas pretensiones.
Manuel V. Segarra Berenguer.

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