A veces el Sol aparecía entre las nubes grises, tan grises como el agua, y teñía el mar de un tono rojizo. Sólo un instante. Luego el cielo se cerraba de nuevo y el mar se tornaba otra vez gris y terrible.No sé por qué, pero me sentí poseído por una agitación extraña. Corrí hasta el extremo de uno de los espigones rocosos ignorando las salpicaduras continuas que envolvían la estrecha lengua de tierra y piedra. Y allí, en el extremo, me quedé absorto, llorando una mezcla dolorosa de sal y arena.
En ocasiones el mar me obligaba a encogerme, a girar sobre mí mismo para evitar un embate, pero luego me volvía de nuevo fascinado por la furia del agua que, con cada golpe, se colaba entre las rendijas de la piedra, burbujeaba buscando la salida y, cuando la encontraba, se marchaba rauda, con un sonido gutural que parecía escapado de la garganta de un moribundo.
El Sol dejó un último estertor rojizo antes de desaparecer detrás del puerto, entre los mástiles pescadores obligados a regresar antes de tiempo. Ocaso real después del ocaso prematuro que habían formado las nubes antes grises y ahora más densas y negras.
Abrí los brazos, extendí los dedos hasta hacerme daño y grité. No sé a qué o a quién. Tal vez quería imponer mi voz a la de las almas surgidas del Purgatorio. Tal vez quería que Dios me escuchase por encima de aquella furia. O quizá quería formar parte también del rugido divino que se manifestaba en el viento y el agua. No lo sé.
Tampoco sé el tiempo que estuve gritando. El suficiente para llenarme la boca de arena, para encogerme a golpes de una tos tan violenta como la propia tormenta y para escupir la misma mezcla de sal y arena que antes había llorado.
Caí sobre la tierra empapada completamente agotado. Aún recibía de vez en cuando los latigazos de la tos cuando al fin pude levantarme.
Pensaba que a medida que me calmase iría disminuyendo también la furia que agitaba el viento y el agua, pero no cambió nada. La fuerza, el rugido, el sonido gutural entre las rocas… No cambió nada.
Encorvado y dando bandazos a causa del viento empecé a regresar. Me encontraba ya en el tramo de arena que separa el espigón del paseo cuando se encendieron las farolas. El viento las hacía crujir arrancándoles gemidos metálicos. Bajo la más cercana, encogida dentro de una chaqueta negra, estaba Penélope. Delgada como siempre, pálida. Y aún más pálida con la luz de la farola. Apenas una silueta que de vez en cuando sacudía la cabeza apartando un mechón rebelde empeñado en cubrirle el rostro.
Miraba hacia dentro, hacia el mar ahora negro adivinado sólo por las crestas de espuma blanca y por el batir salvaje contra el espigón.
Giré la cabeza mirando en la misma dirección. Sabía que ella esperaba ver los jirones de una vela y oír el crujido siniestro de la tablazón de un pecio tratando de ganar la costa. Y sobre la proa, huesudo como un cadáver, con los ojos orlados de púrpura oscuro, el cabello lacio pegado a las sienes la barba enmarañada de agua y de sal, Odiseo.
Regreso al espigón con la furia golpeándome las sienes. Corrí con desesperación torpe, tropezando con mis propios pies y recibiendo de nuevo el azote de la arena en los ojos.
Me hallaba a medio camino cuando el viento desgarró las nubes y un rayo pálido rebotó un segundo en el mar. Allí no había nada. Sólo el agua rugiendo con la misma fuerza y el viento que llevaba a lomos los gemidos de las almas de Purgatorio.
Volví al paseo con prisa por llegar hasta la farola bajo la que se encontraba Penélope. Quería decirle que yo era Odiseo. Yo y no aquel ser de mirada infame y sonrisa burlonamente siniestra. Yo y no aquel, creado con hilachas de sueños obscenos.
Pero Penélope también había visto que en el mar no había nada y se alejaba encogida dentro de su chaqueta negra y sacudiendo aún la cabeza para apartar del rostro el mechón rebelde.
Penélope se marchaba de nuevo. O tal vez era yo quien no había llegado. Permanecí quieto sin saber qué hacer. Ella giró la cabeza y me miro sin verme. Yo ya no sentía deseos de correr ni de gritar. Ni siquiera de marcharme. Y allí permanecí no sé cuánto tiempo.
Hasta que al fin el viento dejó de soplar.
En ocasiones el mar me obligaba a encogerme, a girar sobre mí mismo para evitar un embate, pero luego me volvía de nuevo fascinado por la furia del agua que, con cada golpe, se colaba entre las rendijas de la piedra, burbujeaba buscando la salida y, cuando la encontraba, se marchaba rauda, con un sonido gutural que parecía escapado de la garganta de un moribundo.
El Sol dejó un último estertor rojizo antes de desaparecer detrás del puerto, entre los mástiles pescadores obligados a regresar antes de tiempo. Ocaso real después del ocaso prematuro que habían formado las nubes antes grises y ahora más densas y negras.
Abrí los brazos, extendí los dedos hasta hacerme daño y grité. No sé a qué o a quién. Tal vez quería imponer mi voz a la de las almas surgidas del Purgatorio. Tal vez quería que Dios me escuchase por encima de aquella furia. O quizá quería formar parte también del rugido divino que se manifestaba en el viento y el agua. No lo sé.
Tampoco sé el tiempo que estuve gritando. El suficiente para llenarme la boca de arena, para encogerme a golpes de una tos tan violenta como la propia tormenta y para escupir la misma mezcla de sal y arena que antes había llorado.
Caí sobre la tierra empapada completamente agotado. Aún recibía de vez en cuando los latigazos de la tos cuando al fin pude levantarme.
Pensaba que a medida que me calmase iría disminuyendo también la furia que agitaba el viento y el agua, pero no cambió nada. La fuerza, el rugido, el sonido gutural entre las rocas… No cambió nada.
Encorvado y dando bandazos a causa del viento empecé a regresar. Me encontraba ya en el tramo de arena que separa el espigón del paseo cuando se encendieron las farolas. El viento las hacía crujir arrancándoles gemidos metálicos. Bajo la más cercana, encogida dentro de una chaqueta negra, estaba Penélope. Delgada como siempre, pálida. Y aún más pálida con la luz de la farola. Apenas una silueta que de vez en cuando sacudía la cabeza apartando un mechón rebelde empeñado en cubrirle el rostro.
Miraba hacia dentro, hacia el mar ahora negro adivinado sólo por las crestas de espuma blanca y por el batir salvaje contra el espigón.
Giré la cabeza mirando en la misma dirección. Sabía que ella esperaba ver los jirones de una vela y oír el crujido siniestro de la tablazón de un pecio tratando de ganar la costa. Y sobre la proa, huesudo como un cadáver, con los ojos orlados de púrpura oscuro, el cabello lacio pegado a las sienes la barba enmarañada de agua y de sal, Odiseo.
Regreso al espigón con la furia golpeándome las sienes. Corrí con desesperación torpe, tropezando con mis propios pies y recibiendo de nuevo el azote de la arena en los ojos.
Me hallaba a medio camino cuando el viento desgarró las nubes y un rayo pálido rebotó un segundo en el mar. Allí no había nada. Sólo el agua rugiendo con la misma fuerza y el viento que llevaba a lomos los gemidos de las almas de Purgatorio.
Volví al paseo con prisa por llegar hasta la farola bajo la que se encontraba Penélope. Quería decirle que yo era Odiseo. Yo y no aquel ser de mirada infame y sonrisa burlonamente siniestra. Yo y no aquel, creado con hilachas de sueños obscenos.
Pero Penélope también había visto que en el mar no había nada y se alejaba encogida dentro de su chaqueta negra y sacudiendo aún la cabeza para apartar del rostro el mechón rebelde.
Penélope se marchaba de nuevo. O tal vez era yo quien no había llegado. Permanecí quieto sin saber qué hacer. Ella giró la cabeza y me miro sin verme. Yo ya no sentía deseos de correr ni de gritar. Ni siquiera de marcharme. Y allí permanecí no sé cuánto tiempo.
Hasta que al fin el viento dejó de soplar.
MV Segarra. Otoño 96
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