A María Dolores
Con un movimiento suave de sus alas, se puso cara al viento y permaneció allí, inmóvil en lo alto, como si alguien hubiese pintado sobre el gris nublado de la mañana su silueta negra. Durante unos minutos se dejó admirar, tal vez consciente de ser el símbolo de la majestad. Luego aleteó de nuevo con suavidad elegante, dio dos vueltas y volvió a quedar cara al viento, inmóvil de nuevo.
Aquí abajo, a medio camino del risco coronado por las ruinas antañonas del castillo morellano, no podía verlo, pero estaba seguro de que el águila nos observaba desde su elevada quietud al filo del viento. Negra, imponente, majestuosa, indiferente, pero advirtiendo que aún está aquí.
Un relámpago allá, sobre la cumbre de una sierra cercana, rasga el aire húmedo segundos antes de que llegase su retumbo. El águila movió de nuevo sus alas, las batió con idéntica elegancia y se alejó despacio, no sé dónde. Tal vez, al mismo lugar en el que reposan sus compañeras bicéfalas, imagen y símbolo de glorias pretéritas.
Porque, en realidad, ya no es el tiempo de las águilas.
Seguí ascendiendo hasta la cumbre coronada, de la mano de unos rizos negros y brillantes, tan negros y tan brillantes como las alas del águila, y de unos ojos luminosos y alegres. Alegría tranquila a pesar del aire húmedo y de la amenaza de tormenta. Rizos y ojos de Penélope… o de Dulcinea, que tanto da.
Ya no es el tiempo de las águilas ni siquiera entre las piedras viejas cosidas a tiros de arcabuz, de mosquete y de fusil. Es el tiempo de los pantalones cortos, de los zapatos deportivos y las cámaras digitales que muestran al momento en su pantalla la cara de pasmo que se nos queda después de una foto a traición.
Tal vez por eso, porque ya no era su tiempo, salió volando el águila. Por eso, o porque hasta su roquedal almenado llegaba un grupo de curiosos (pantalón corto y cámara digital) armando más ruido que las trompetas del Armagedón, que, a fin de cuentas, es lo que corresponde a los turistas.
Su mano enlazada con la mía, los rizos negros y los ojos luminosos me llevan hasta una garita al amparo de miradas curiosas. Susurros atrevidos al socaire de la historia, en el lugar donde unos pobres desgraciados, generaciones atrás, oteaban el horizonte en busca de otros pobres desgraciados, dispuestos unos y otros a acuchillarse alegremente en el nombre de una idea. Tiempo de águilas. Ahora, ya no.
Al fin, la cumbre. Peñasco permanentemente vendido a todos los vientos, nido de águilas bicéfalas sobre paño amarillo, de águilas negras recortadas contra el gris plomo de la mañana, de pantalones cortos… y de rizos negros y ojos alegres.
Hubo un tiempo en el que por entre aquellas peñas coronadas de almenas pulularon, fusil al hombro, escapulario al pecho y boina colorada, los mocetones del tigre Cabrera. Los imagino saltando a los parapetos, tragándose el miedo que sudan, murmurando una oración y jurando por lo bajo. Aguzo el oído entre el golpeteo de la lluvia para escuchar sus voces. Pero sólo se oye la lluvia y, por encima de ella, la protesta grosera. “Corre, joder, que arrecia”. Y entonces me viene a la mente que aquello también pudo decirlo alguno de los carlistones del Tigre, en mitad de una ensalada de tiros. Arreciaba plomo y fuego entonces. Las piedras del castillo morellano están pegadas con sangre, como tantas otras, del tiempo de las águilas.
Ya no llueve. Son cortas las tormentas de verano.
Miro hacia lo alto. Me despido del risco argamasado con sangre de generaciones. Esperaba ver de nuevo el vuelo del águila regresando a su peñasco coronado, pero el cielo, fuera de los trazos grises, cada vez más claros, de las nubes, estaba vacío.
Penélope, o Dulcinea, que tanto da, con sus rizos negros y su mirada brillante, aprieta suavemente mi mano y susurra:
-Mira.
Al borde del camino, matorrales crecidos entre las piedras, entre los resquicios de la muralla. Matorrales de flores amarillas y violeta. Y, sobre ellas, apenas más grande que un pulgar, un colibrí. Parece inmóvil a pesar del frenético batir de sus alas y liba de una flor a otra ajeno a nuestra presencia. Carece de la majestad del águila, pero tiene el donaire y la gracia de un simpático pilluelo.
Aspiro profundamente el aire aún cargado de humedad. Es verano. De mi mano, con sus rizos negros y brillantes, tan negros y tan brillantes como las alas del águila, y con los ojos luminosos y alegres, tan luminosos y alegres como el vuelo del colibrí, está Penélope. Al fin.
M.V. Segarra Berenguer. Septiembre 03
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